Miro el calendario y descuento los días para que llegue ese momento en el que se cumpla un sueño, un sueño que reconozco lleno de utopía e incluso a veces pienso que quimérico. Observo ese calendario de papel que cuelga de la pared y recuerdo el refranero y ese dicho que dice «Dichoso el mes que empieza con Todos los Santos y termina en San Andrés».
Las calles huelen a castaña asada, el humo inunda el ambiente de un aroma a otoño que un día fue olvidado y en las tiendas del centro del pueblo, de ese centro casi perdido de vida por esta maldita crisis, cuelgan máscaras y disfraces del terror, costumbres de otros lugares que hemos hecho propias y que despreciamos por no ser de nuestra tradición, aunque a veces olvidamos que un día ya empezamos a despreciar nuestra propia cultura, traicionando nuestro propio pasado.
Comienza noviembre y los camposantos se llenan de vida entre la muerte, el silencio se transforma en sonidos, en murmullos, en llantos callados de recuerdos. El gris del otoño se viste de primavera por unos días, la fragancia de las flores y el color de sus pétalos ya no dibujan de carboncillo negro los rincones de una calles de nombres inscritos en pequeños huecos sobre la pared. Difuntos que observan como sus maridos y sus esposas, sus hijos, sus hijas, los nietos, los sobrinos,…vienen por un momento para reencontrarse con ellos, estar a su lado por un instante.
Se limpian los nichos, se encalan sus paredes, se acicala el hogar de la muerte. Por unos días, los cementerios no despiertan con la soledad y el silencio, se llenan de miradas, de ojos cristalinos bañados en los instantes de un pasado. Por unos días, se produce el encuentro de la vida con la muerte, esa muerte que en otros lugares del planeta es vida y alegría, en nuestra cultura es penumbra, oscuridad y dolor.
Condecoraciones y medallas por el valor, banderas sobre ataúdes, salvas de honores por la muerte. Hacen hijos predilectos al fallecido, adoptivos en un momento, aunque las adopciones en vida tarden años para ser conseguida. Les alabamos su bondad, veneramos su ausencia, y esperamos a la muerte para entregarle un reconocimiento que en la vida habíamos olvidado.
Damos la espalda a la muerte, porque en ella nos miramos cada uno de nosotros, porque en ella nos vemos por un instante, y en ese momento, el miedo nos atrapa. Aquí miramos a otro lado, nuestra conciencia nos quiere salvar, olvidamos la muerte de los niños de ese llamado tercer mundo, que no queremos transformar en primero, porque estamos sentados en nuestros cómodos sillones de riqueza. La muerte de esos niños no tienen condecoraciones, ni reconocimientos, no hay días mundiales, son muertes que no miramos porque nuestra conciencia quiere engañaranos, hablando que ese mundo no es nuestro.
Y aquí en este primer mundo, nuestros políticos, esos que se dicen servidores de la sociedad, del interés general, son inútiles herramientas, ignorantes, irreverentes y cómplices de dolor de las lágrimas derramadas por el hambre. Esos políticos que limpian su conciencia con falsas fotografías de solidaridad. Cada mañana me pregunto qué hace falta para que todos se pongan de acuerdo por una vez, que hagan algo para evitar que el hambre en este mal llamado primer mundo se pueda erradicar. ¿Qué debe suceder?, ¿hace falta acaso que un día encontremos a un niño muerto junto a un contenedor de basura buscando comida?
Hoy seguiré soñando en mi utópica idea, que algún día llegará que los políticos aúnan sus esfuerzos por el interés general, por hacer el bien a la sociedad y que en esta crisis que estamos viviendo hagan algo por evitar las muertes que se avecinan por la hambruna en nuestro mundo.
Muchas gracias de todo corazón 😀😀