Un bombazo, hay que reconocer que ha sido todo un bombazo. Nuevamente un programa de televisión se ha convertido en un punto de encuentro para millones de personas que, congregados frente a una pantalla los martes por la noche, hicimos como propios los sueños, las esperanzas, los deseos y las ilusiones de unos personajes que nacieron como anónimos concursantes y que ahora se han transformado en efímeros miembros de nuestras vidas. Llegó la final de Masterchef y un joven de familia humilde, imagen ruda, un diamante en bruto por pulir, cuyo sueño fue truncado cuando falleció su padre, resultó ganador de dicho programa. Todo el mundo sabía que ganaría, nadie lo dudaba, pero la expectación por verlo no cambió.
Nuevamente hemos sido testigos de como las ilusiones y los sueños se han convertido en el eje sobre el que gira un programa televisivo. Hoy, esos programas utilizan la esencia de los cuentos infantiles, a través de los mensajes y enseñanzas que en ellos se guardan, y lo hacen adornándolos con nuevos trajes y envoltorios y todo con la finalidad de atraer a un gran público. Siempre he pensado que realmente los cuentos infantiles no son para niños, sino para nosotros los mayores, con el objetivo de que nunca perdamos esa capacidad de imaginación que únicamente conservan los más pequeños. Y de esta manera, envueltos en mensajes como que hay que creer en los sueños, en la victoria de la bondad, la necesidad de ser humilde en la vida y que el esfuerzo y el tesón siempre tienen su recompensa, estos programas usan el modelo de los cuentos infantiles para su finalidad.
Con la llegada de Masterchef, entiendo que se ha formado la pirámide televisiva de los concursos-cuentos, convirtiendo en populares a los protagonistas de estos nuevos cuentos infantiles, transformándolos en representantes de los nuevos soñadores de la actualidad. Entiendo que todo empezó con el ahora denostado Gran Hermano, esa experiencia televisiva que algunos catalogaron como experimento sociológico, y que venía a recordar la obra de George Orwell, 1984. Aquel programa convirtió a un gaditano simpático, por todos querido, amable, risueño y buena persona, en un personaje público, en un nuevo héroe, y se alabó su forma de ver la vida, se premió su bondad. En ese instante, nos mostraron que ser buena persona, sería premiado por la sociedad.
Después llegó Operación Triunfo. Entre todos aquellos jóvenes que querían alcanzar el sueño de dedicarse a la canción, de convertir el sueño de sus vidas en su forma de vida, había una joven de pueblo, con sobrepeso, o gorda como se diría si es que no hay que ser políticamente correcto, con una inocencia casi extrema, que confesó a media España que no había tenido aún relaciones sexuales a su edad. Aquella joven, aquella cenicienta de cuento, se convirtió en ganadora de un concurso que la llevaría a Eurovisión, a ese evento anual que para algunos sólo trae recuerdos anteriores a nuestra democracia. Aquella joven alcanzó su sueño, perdió peso y la convertimos entre todos en la Rosa de España.
Y por fin Masterchef. Detrás de ese nombre, un programa donde la cocina es el escenario de un teatro de sueños e ilusiones de cocinillas caseros. Para la final quedaron tres protagonistas, un joven de dieciocho años, casi infantil, una chica recién salida de un fracaso sentimental, que necesitaba volar, y Juan Manuel, el chico del sueño truncado. Masterchef nos ha recordado cada semana que valores como el esfuerzo, el trabajo, la humildad, y que con sólo confiar, los sueños se pueden hacer realidad.
En los tres programas, los patitos feos, y lo digo siempre de manera metafórica y con todo el respeto y cariño, han alcanzado el éxito, han conseguido obtener ese premio que los lleva a la popularidad por un lado, y a alcanzar su sueño individual (que también es colectivo), por otro. Y curiosamente en los tres programas se sabía casi con una completa seguridad quienes iban a resultar ser los ganadores, quienes se llevarían el premio y el reconocimiento público y social, y pese a ello, en las finales de cada programa, España se sentaba delante del televisor para presenciarlo. Y visto con una cierta perspectiva, en cada uno de los programas, los ganadores representan esos valores que se han querido transmitir o mejor dicho utilizar, la bondad, el esfuerzo, la humildad y los sueños, valores que encontramos en muchos de los cuentos infantiles.
Pero ahora ya sólo me queda una cosa, me gustaría que esos valores que se han utilizado e incluso me atrevería a decir que se han transmitido, realmente se valoren y estén presentes en las escuelas, los institutos, las universidades, en las escuelas de artistas, en los conservatorios de música, en las escuelas de cocina, en definitiva, en la sociedad en general, porque tengo la extraña sensación de que podemos encontrarnos con actores, músicos, cocineros, y cualquier otro profesional de la rama de actividad que sea, que después de ver estas experiencias, puedan dudar de sus años de esfuerzo, trabajo y formación, y piensen que quizás sea mejor presentarse a un concurso de televisión y obtener ese premio de una forma mucho mas rápida; más que dedicarse a trabajar y formarse durante años, tanto profesional como personalmente, y piensen que los sueños se alcanzan en un plató de televisión.