ANTÓNIMOS

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Los creadores de palabras tienen la gran virtud de construir un mundo de sentidos, dibujando en una pizarra letras enlazadas con ese imaginario filamento que las apresan unas a otras y que son diseñadas para guardar el significado que hay dentro de ellas. Cuando pienso en aquellos inventores de palabras, idealizo ese mundo de silencios y sonidos en el que viven, del que nacen un sinfín de vocablos que después vienen a llenar nuestro vocabulario y que nos permiten, al menos, alcanzar la comunicación necesaria entre los seres humanos. Pero al final siempre me termino haciendo la misma pregunta, si las palabras nacen y se construyen desde la casualidad, o desde la reflexión y el estudio que requiere toda nueva creación.

Cada palabra es realmente un mundo, unas veces esconde un secreto y otras nos muestra un tesoro. Pero por un extraño mecanismo mental que ignoro completamente, lo que sí vengo a comprobar es que en ese proceso de elaboración de una palabra o cuando venimos a utilizarlas en nuestras conversaciones diarias, recurrimos a los antónimos, ya que siempre se nos viene a la mente la antítesis de la palabra que estamos utilizando en ese instante.

Supongo que los antónimos nacen por esa obsesión del ser humano de contraponerlo todo, de enfrentar continuamente dos posiciones diferentes, y entiendo que esa confrontación se produce como consecuencia de esa ambigüedad en la que estamos inmersos, más que en la necesidad de buscar el equilibrio que debe existir entre dos palabras que sean distantes, y cuyo equilibrio en estos momentos nos resulta tan necesario encontrar.

Observando este escenario en el que nos encontramos, cada vez resulta más evidente que vivimos en un mundo lleno de antónimos. Útil e inútil, encuentro y desencuentro. Hay quienes nos hablan de un cielo y para ello siempre nos recuerdan la existencia de un infierno; cuando hablamos de la vida, inmediatamente nos acordamos de la muerte. En los momentos de alegría, la tristeza encuentra un lugar; cuando se exige valor para afrontar el presente, el miedo se acerca para enseñarnos las puertas de un futuro. Si la paz centra el objeto de un debate, la guerra hace su aparición; y cuando el amor es el protagonista de una vida, somos capaces de destruirlo con el odio de los recuerdos caídos en el olvido.

En este mundo repleto de antónimos, parece que lo negativo prevalece sobre lo positivo y resulta vencedor en esta lucha de palabras. Esa aparente victoria de los pensamientos que se envuelven entre palabras contradictorias que se enmascaran con aires de pesimismo, es una muestra evidente de que a los seres humanos nos reconforta en ciertos momentos dejarnos llevar por aquellos instantes cargados de negatividad, ya sea porque nos resulta necesario para vivir o porque nuestro carácter se ha forjado en una cultura de cierto regocijo del lamento y de la queja continua.

Y en nuestro día a día, los ganadores y perdedores son indudablemente antónimos que entran escena. Ambos son consecuencia de un enfrentamiento muchas veces encarnizado, resultado final de ese conflicto entre dos partes que no han querido o no han podido buscar una solución alternativa o diferente. Los ganadores se rodean del «éxito», de un reconocimiento social, de un «premio» que nuestro entorno concede; y los perdedores se convierten en los olvidados de nuestra sociedad y los hacemos desaparecer casi de una forma inmediata, como sintiendo esa vergüenza ajena por el fracaso.

Ahora quizás sea el momento, y en nuestras manos está, para que comencemos a trabajar por cambiar esa doctrina de ganadores y perdedores y centremos toda la atención en las personas, sin caer en error de la colocación de etiquetas que pretendan identificarlos.

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