EN CAÍDA LIBRE

Cuando me dispongo a escribir estas palabras, lo hago con una duda: ¿uso el pretérito perfecto simple o el pretérito perfecto compuesto? La tentación y el deseo me llevan al primero, la realidad me hace caminar hacia el segundo.

No hace veinticuatro horas que me lo han presentado. Hemos entrelazado las manos como saludo de cortesía. Su voz, nada fuera de lo normal. No tiene una tonalidad especial, ni grave ni aguda, sin acento de un lugar u otro; es un híbrido de muchas partes y de ninguna. Intentando que no se percate, realizo un breve recorrido visual. No pretendo radiografiarle ni caer en el análisis, pero con un primer vistazo ya tengo mi idea hecha. El cárdigan azul, camisa blanca de cuello inglés y pantalones vaqueros con la etiqueta de jeans lo convierte en el prototipo de niño bien. Su barba, cuidadosamente descuidada. Las gafas progresivas, que coloca en el lugar exacto de su nariz aguileña, es lo más cercano que he visto a una pose de progre de sofá; necesita disimular que la cartera la tiene repleta de tarjetas bancarias con los colores de las medallas de un podio olímpico. Se llama Jenaro Jiménez, aunque él prefiere llamarse Genaro Giménez. Aparentemente, que use la j o la g no tiene importancia, pero el sujeto tiene un cierto regusto a vanidad, y para mí, que se autoproclame como Genaro Giménez lo que me invita es a colocarle como segundo apellido el de Gilipollas. Este prenda no hace falta que alcance las tres G, para saber que necesita muy poco para perder la conciencia.

Es un charlatán. Después de cinco minutos de conversación, el corrillo que lo rodea ya sabe que GG (siglas por el que se le conoce) se dedica a la inteligencia artificial, aunque alguno murmura que es técnico especialista en informática de apaga y enciende (la solución universal de cualquier problema tecnológico). Después de cinco minutos más de monólogo de GGG (estas siglas se la atribuyo de cosecha propia), se agolpan nuevos invitados y descubrimos que su afición a la música no le ha llevado a tocar la guitarra española, la bandurria ni la flauta (como a cualquier ciudadano normal), sino que lo suyo es darle al ukelele. Es evidente que al tipo le gusta dar la nota. Y después de otros quince minutos donde no ha parado de dar su discurso con tintes mitineros, el GG, o GGG según se tercie, reconoce que prefiere ver las películas en versión original, o como mucho con subtítulos, para perfeccionar el B1, el B2 y el C que está a punto obtener.

Como habrán podido comprobar, GG, que no es JJ, pero sí GGG, no es un sujeto que pudiéramos llamar normal (quién lo es). Hace escasamente unas horas que lo he conocido y, en ese tiempo que confieso es muy poco para saber más de él, me doy cuenta que no es que no me caiga bien, sino que me cae particularmente mal. A decir verdad, si de caer bien o mal se trata, tenemos que tener presente que hasta uno mismo cae como cae. Indudablemente, lo de caer (y caerse) siempre ha sido un deporte de riesgo.

LA VERDAD, AL PIE DE PÁGINA

Edward A. Murphy Jr. debe de tener un lugar de honor en la historia, y si no lo tiene, deberíamos hacer lo posible para que así fuera. Pero si Murphy y sus leyes son una referencia para el pensamiento de muchos, Forrest Gump debería ser considerado como uno de los personajes más influyentes de nuestra historia contemporánea. Para la posteridad nos dejó la célebre frase de que «tonto es el que hace tonterías». Me quedo corto al decir que aquella frase es una gran frase. Cuando Forrest espetó aquellas palabras dichas desde la más pura inocencia de la niñez, siguiendo la doctrina materna, todos pensamos: ¡qué gran verdad!, es así de simple.

Si continuamos con las teorías instaladas bajo el prisma de lo simple, podríamos afirmar por lo tanto, que mentiroso es el que dice mentiras. ¡Qué gran verdad!, podríamos pensar todos, o que gran mentira, también podríamos decir. No usaré el término anglosajón, ni seguiré esa tendencia actual para referirme a la mentira, porque de la mentira lo único que me interesa es que tenga poca vida, aunque por aquí se diga que tiene las patas muy cortas.

Las mentiras son necesarias. Las mentiras son tan necesarias, como imprescindibles. Son necesarias porque nos sirven como esa crema para suavizar nuestras manos, para hidratar nuestra piel, porque nos ayuda a superar la verdad cuando esta llega; porque la verdad cuando llega, se presenta en la mayoría de las ocasiones como aquella áspera realidad que nadie quiere mirar, y que mucho menos, nos toque de cerca. Y son imprescindibles, porque sin las mentiras, las verdades a veces no son muy creíbles. 

El problema de las mentiras es que se han instalado de una manera permanente en nuestra clase política. Me detengo aquí para recordar las palabras de un amigo que me aconsejó bien al decirme que nunca escribiera de política, porque  solo me traería problemas. Le dije que se tranquilizara, que de políticos me abstendría de hablar porque sé que tienen fácil mano para romperte la cara, pero que de política ya llevamos muchos años sin hablar de ella, y no seré quien saque el tema. 

No hablaré de políticos ni de política. Solo diré que nuestros dirigentes, los unos y los otros, los de un color y otro de ese parchís en el que se ha convertido la simbología partidista, juegan al cortoplacismo de lo que ellos (y ellas) hablan de política. Cortoplacisimo reclamando un voto útil para transformarlo en inútil al día siguiente. Cortoplacismo del hoy y mañana, porque para qué pensar de aquí a  treinta años, si cuando llegue ese momento estarán todos sentados en sus cómodos sofás de piel. Cortoplacismo de todos, porque se han instalado en una tamborrada (que más quisieran parecerse a los tambores de Calanda o San Sebastián), que les convierten en protagonistas de sus propias películas, ocupando horas y horas de televisión, de radio y de prensa, para contarnos un cuento.

Ya que hablamos de cuentos, que recuerden que antes de irnos a dormir, nos digan que las verdades están al pie de página, y que no nos traten como tontos.

Político es el que hace política, el resto, se llama sonajero.