Como todas las noches, antes de que cerrara la puerta del coche, bajé mis párpados. Sentado en los asientos traseros, mientras mi padre se alejaba entre aquellas farolas que apenas iluminaban la media penumbra de una luna llena, las puertas quedaban bloqueadas y una de las ventanillas la dejaba levemente bajada para que entrara un poco de aire fresco que me dejara respirar. No eran más de cinco minutos allí esperándolo, pero se hacía eterno en la soledad y en el silencio de aquel aparcamiento.
En los veinte minutos que duraba el trayecto de regreso a casa, mi padre no paraba de hablarme, de preguntarme cómo había pasado el día en el colegio, de cómo me había ido en las actividades extraescolares de la tarde. En ese corto período de tiempo, a través de ese encuentro nocturno que teníamos cada día, parecía que estaba obligado a conocerme, se veía forzado a interesarse por la monotonía de mis días, a convertirse en ese amigo que nunca un padre debe ser de un hijo. Igual que cada noche, su voz siempre parecía nerviosa, entrecortada por un llanto que no dejaba salir y una sonrisa forzada por una alegría que sin embargo su mirada decía no existir.
Mientras conducía, me miraba de vez en cuando por el espejo retrovisor y en la oscuridad del coche, sólo iluminado cuando nos cruzábamos con otros vehículos, se le notaba como el paso de los años se había marcado en aquellas líneas de la vida que se dibujan en los ojos, dejando entrever los surcos humedecidos por unas lágrimas que le veía brotar y que se deslizaban por su rostro. Sin que él se percatara, yo lo miraba, en ese momento me sentía vivir en sus ojos.
Las calles estaban vacías en aquella fría noche de invierno y los sonidos y el bullicio de unas Navidades ya pasadas, se habían transformado en un recuerdo casi caído en el olvido. Se detuvo en un semáforo. La luz roja se hizo eterna, no hubo más palabras, el silencio se adueñó del coche.
Ya en casa la mesa estaba preparada para cenar. La mirada romántica y cristalina de mis padres envuelta en una media sonrisa y ese beso en los labios, era la bienvenida diaria a una noche íntima que toda la familia teníamos a la luz de las velas. Cada día, mis padres querían que la cena fuera ese momento de reunión familiar, de la unión de todos alrededor de una comida que se repetía cada noche.
Después de comer, me encerré en mi dormitorio para leer. Como siempre, antes de cerrar los ojos para dormir, mi padre se acercó con pasos lentos y silenciosos y se sentó en el borde de mi cama. Me acarició el pelo, me besó en la mejilla y me dio las buenas noches como siempre. Nunca tuvimos una conversación a esa hora, pero aquella noche sí hablamos.
_ Papá, mis amigos quieren venir mañana a cenar a casa, le dije.
_ Hijo, sabes que es muy tarde cuando cenamos, no creo que sus padres les vayan a dejar, me contestó mi padre en voz baja.
_ Sí Papá, pero ellos saben que nosotros comemos todas las noches trozos de pizza, hamburguesas, ensaladas y dicen que soy muy afortunado, que parece que todos los días estamos celebrando un cumpleaños en casa y quieren venir a comer con nosotros.
_ Además Papá, no te preocupes, mañana por la noche cuando dejes el coche en aquel aparcamiento, te acompaño a recoger la comida. Yo llevaré otra bolsa y la llenaremos con más trozos de pizza y de hamburguesas. Papá,…en aquel contenedor hay mucha comida.
Aquella noche, una mirada perdida de mi padre quedó en el silencio de la habitación.
Apagó la luz de la vela.
Hasta mañana.