Encadenado a una condena

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Terminó de atarse las zapatillas de deporte y al levantarse se miró en el espejo que había en la entrada de la casa. Con sus dedos se atusó el cabello y su media melena castaña la recogió con una goma, mientras su mirada se perdía en los ojos de aquella mujer que se encontraba al otro lado del cristal. De una gran belleza, dejó ver su pálido rostro sin apenas maquillaje, y unas inapreciables líneas de la vida que resbalaban de sus enormes ojos negros.

A las once de la mañana tenía que estar en su nuevo destino y mientras la puerta del ascensor se abría lentamente, en el portal de su casa le esperaba un hombre de avanzada edad. Con la mano derecha tiraba de una enorme maleta de viaje de color azul, y con la izquierda, llevaba de la mano a Julián, un pequeño de tan solo dos años, risueño y de unos enormes ojos azules. El taxi que la esperaba se encontraba estacionado en doble fila y el taxista la ayudó a introducir aquel voluminoso equipaje en el maletero del coche. Sentada en los asientos traseros del taxi, fijó su mirada en aquel enorme portal del edificio donde había pasado los últimos cinco años de su vida.

Pese a que había amanecido con un resplandeciente cielo azul, poco a poco las nubes comenzaron a adueñarse del día, y en el horizonte, tras las montañas que rodeaban la ciudad, se apreciaba una oscuridad amenazante de lluvia. Puntual,…como siempre, llegó a las puertas de acceso de aquel enorme edificio de color ocre y tras los cristales sucios de aquella estrecha puerta, apenas se vislumbraba el interior de una pequeña recepción. No hubo lágrimas,… dos besos, un breve abrazo y una larga mirada contenida. El taxi, aún en marcha, esperaba a aquel hombre de pelo cano, ojos negros y tez blanquecina.

Ya en el interior, ella no apartó por ningún momento su mirada de Julián, pero de repente se liberó de la mano de su madre. La maleta cayó al suelo provocando un gran ruido y pese a que intentó sujetar a su hijo, Julián pudo llegar hasta un enorme ventanal, en el que tras él se encontraban otros niños jugando en lo que parecía ser una habitación de juegos. Se veía feliz, sus ojos se abrieron de deseo y una sonrisa inundó su rostro. Sujetó la mano de su madre con fuerza, empujándola para que lo llevara con el resto de niños.

Han pasado treinta años. Ella cometió un error, como todos podemos cometer, y que pagó frente a esta sociedad. Estuve a su lado, no quise abandonarla, quise vivir con ella en aquel extraño hogar, donde los niños jugábamos todos los días a la misma hora, donde las mujeres caminaban por aquellos pasillos, donde nuestras madres estaban junto a nosotros en el recreo.

Han pasado treinta años y muchas mañanas despierto pensando que viví encadenado a condena.