Volví a ver a Julio varios meses después de mi llegada a Barcelona, fue una casualidad, pasé frente a aquella librería y la foto solitaria de una niña en el pequeño escaparate, me llamó la atención. Al entrar, allí estaba Julio, de pie junto a una gran mesa llena de libros, leyendo. Cuando se giró, se acercó rápidamente y me tendió su mano, una gran sonrisa se vislumbraba detrás de aquella enorme barba. Con el dinero que obtuvo de una herencia abrió una pequeña librería en el centro de la ciudad. Los libros estaban amontonados, sin orden, era un caos, pero desprendía un calor especial, había algo en aquel pequeño local que transmitía amor por los libros.
Durante tres horas estuvimos hablando, era un gran conversador, y en aquel intervalo de tiempo nadie entró en la librería. Las caras asomaban a través del pequeño escaparate y pese a la curiosidad que se veía en aquellas miradas, estuvimos completamente solos, pero no nos hacía falta nadie, pensaba de forma egoísta, no quería que alguien nos interrumpiera.
Le pregunté por aquella fotografía, quién era aquella niña. Julio hizo un silencio, largo, estremecedor, sentí que mi rostro se sonrojaba a cada segundo. De repente me dijo:
– Es mi hada, mi campanilla.
Continuó:
– Todos los días coge los libros y comprueba que sus contraportadas se encuentran en blanco.
Intenté no dar muestras de extrañeza, sabedor de lo que había detrás de aquellas palabras, pero resultaba inevitable, quería saber qué es lo que realmente me estaba diciendo. Julio me miró fíjamente y con voz pausada me dijo:
– Los libros son de sus autores,
pero cuando un libro se encuentra en las manos del lector,
el libro es de quién lo lee.
– El lector ve en cada palabra, cada frase, en cada párrafo,
un sentimiento, una historia.
– Mi pequeña hada, me lo repetía a diario,
y un día decidió eliminar de cada libro la contraportada.
– Me repetía que la contraportada tenía que ser escrita por cada lector,
que cada uno tiene que escribir su contraportada,
expresar sus sentimientos,
y que estaba segura que,
un mismo libro tendría siempre diferentes contraportadas.
De nuevo se hizo un silencio en el que me encontraba atrapado. Me entregó aquella foto, me quedé observando a aquella pequeña niña rubia, de pelo rizado, sonriente, de ojos marrones.
Institivamente, al dar la vuelta a aquella fotografía, descubrí unas palabras:
Para mi ABUELO, el mejor escritor del mundo.