
Entre aquella ropa tendida y las enormes sábanas blancas acariciadas por el cálido aire levante, descubrí el primer amor, se atrapó el primer beso, la primera caricia. Saltaba los pretiles de las azoteas, pasaba de una a otra, me convertí en un delicuente de la pasión, en un transeúnte en búsqueda del deseo, y todo para encontrarme con ella. Todas las tardes, un encuentro.
Su recién estrenada adolescencia fértil, su cuerpo menudo de piel blanquecina, el cabello enredado, alborotado por el aire, su fragilidad. Una camisa anudada a la cintura escondía sus pezones endurecidos de unos pequeños pechos que comenzaban a enseñar la pérdida de la inocencia.
Entre aquellos tendederos llenos de ropa,… escondidos, ocultos, nuestros labios se fueron descubriendo, se encontraron las primeras caricias. Detrás de aquellas enormes telas, se vislumbraba siempre la existencia de dos sombras estrechas. En el juego, en las carreras, aparecían las mariposas que volaban entre aquellas sábanas, compartían nerviosas el descubrimiento de una nueva sensación, testigos de encuentros breves como sus propias vidas efímeras.
En aquella azotea se esconde y escribe una historia de amor, la primera y única sensación que jamás después ha sido repetida, el hallazgo de dos navegantes descubridores, que perdidos en el mar, encontraron nuevos mundos.