Conocí a Julio el mismo día que llegué a la ciudad. Aquel día Barcelona estaba gris, fría, la estación de tren apenas tenía luz y transmitía una extraña tristeza. Era un hombre alto, extremadamente delgado, su larga barba blanca, descuidada, escondía un rostro pequeño. Su voz grave resonaba en el silencio de la estación. Julio había sido escritor, sus historias visionarias no habían calado en el público, aquellas historias de máquinas voladoras, de extraños viajes por los fondos marinos, habían sido un fracaso de ventas y su editorial había decidido dejar de publicarle más novelas.Durante tres horas estuvimos hablando, era un gran conversador, y en aquel intervalo de tiempo nadie entró en la librería. Las caras asomaban a través del pequeño escaparate y pese a la curiosidad que se veía en aquellas miradas, estuvimos completamente solos, pero no nos hacía falta nadie, pensaba de forma egoísta, no quería que alguien nos interrumpiera.
Le pregunté por aquella fotografía, quién era aquella niña. Julio hizo un silencio, largo, estremecedor, sentí que mi rostro se sonrojaba a cada segundo. De repente me dijo:
– Es mi hada, mi campanilla.
Continuó:
– Todos los días coge los libros y comprueba que sus contraportadas se encuentran en blanco.
Intenté no dar muestras de extrañeza, sabedor de lo que había detrás de aquellas palabras, pero resultaba inevitable, quería saber qué es lo que realmente me estaba diciendo. Julio me miró fíjamente y con voz pausada me dijo:
De nuevo se hizo un silencio en el que me encontraba atrapado. Me entregó aquella foto, me quedé observando a aquella pequeña niña rubia, de pelo rizado, sonriente, de ojos marrones.
Institivamente, al dar la vuelta a aquella fotografía, descubrí unas palabras: