Su voz grave se escuchaba al final del pasillo. Desde que llegué, todas las tardes a la misma hora el silencio quedaba roto por su voz y por el murmullo de los que se reunían a su alrededor. Aquel grupo de mujeres y de algún que otro hombre, lo rodeaban, y se les oía reir y hablar sin parar. No podía verlo y sentía una gran curiosidad por saber quién era aquel protagonista de cada tarde, no había visto su cara, no sabía cómo era, no le conocía.
A la mañana siguiente, de pie frente a aquella enorme ventana desde la que se divisaba un extenso mar de pinos, se puso a mi lado.
«Hola, me llamo Carlos», me dijo.
Le reconocí, era el que provocaba tanto bullicio cada tarde. Nos presentamos, me ofreció su mano con firmeza, mostraba seguridad y calidez, y su voz, atractiva, sonaba como la de un locutor de radio. Fue un saludo breve, intercambiamos pocas palabras, apenas nos miramos, estábamos realmente más absortos por la imagen del exterior, que de nuestra propia presencia.
Carlos se había casado tres veces, y otras tantas se había divorciado. Su psiquiatra le había diagnosticado una adiccón severa al sexo y había estado en tratamiento durante más de dos años. Sus familiares le recriminaban su actitud, pero él siempre les decía lo mismo,
«que le voy a hacer,
estáis equivocados,
yo realmente, lo que soy,
es un monógamo sucesivo».
Cada mañana nos encontrábamos a la misma hora frente a aquel enorme ventanal. Aquel día, al cabo de un rato de conversación, me dijo que no temía a la muerte, que nadie debía temerla. Aquellas palabras me dejaron perplejo. Con una voz serena, continuó
«cómo vamos a tenerle miedo, si cada día,
cuando vamos a dormir,
lo que realmente hacemos es un ensayo, una prueba,
una visita diaria a la muerte.
Durante el sueño,
no escuchamos nuestra respiración,
no vemos con nuestros ojos,
no tocamos,
no notamos que nos movemos…»
Pero al terminar de decir todo aquello, me volvió a repetir
«por qué vamos a tener miedo,
si cada mañana volvemos a nacer,
que todos los días nos enfrentamos a la muerte,
para volver a la vida.
Si cada vez que alguien muere,
otra persona viene al mundo,
que nuestro ensayo de muerte diaria,
no es más que una forma de dar más sentido a nuestra vida».
No supe que decir, me incomodaba aquel monólogo que había empezado sin saber muy bien, por qué y cómo.
Al día siguiente regresé pronto frente a aquella ventana, la tarde anterior no escuché su voz, y quería verlo y hablar con él. Al cabo de una hora, se me acercó una enfermera, me cogió del brazo y me dijo que me sentara, que tenía que decirme algo. Con una leve sonrisa, me dijo que era niño, que estaba perfectamente, y que mi esposa, después de la cesárea a la que la habían sometido, estaba muy bien y que todo había salido como estaba programado.
Comencé a llorar, sin saber exactamente si era de alegría o era realmente de tristeza.
Me gusta esto:
Me gusta Cargando...
Relacionado