YA TENGO LAS MALETAS EN LA PUERTA


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Hace unos días hemos vivido la puesta en escena de un acto más de ese denominado Brexit. A través de los medios de comunicación, hemos asistido, como testigos, a la entrega del comunicado del gobierno británico al representante de la Unión Europea, del inicio de un divorcio más que anunciado. Y no lo han hecho por burofax, ni por correo electrónico, ni guardando su turno en una fila para sellar el documento como en cualquier registro público. No, de ninguna de esas maneras, el acto se ha llenado del boato, de la flema y como no, de un cierto humor británico. Aunque a decir verdad, he echado de menos que hubieran colocado en aquella fotografía, unas maletas bajo el dintel de una puerta en el que rezara un cartel con la palabra exit.

Debo reconocer que tengo una especial debilidad por ese humor británico, por esa capacidad de buscar y encontrar una sonrisa en todas las situaciones de la vida, por muy dolorosas que nos puedan parecer. Creo que esa ironía viene a decir mucho de un pueblo que ha sido capaz de ir a contracorriente, porque no podemos negar que no todo el mundo es capaz de conducir por la izquierda, aunque creo que es la única izquierda que ha conocido el imperio británico a lo largo de su historia. Retomando aquella puesta en escena de la despedida inglesa de esta vieja Europa, no pude evitar una cierta mirada de reojo a la escena española, ¿o la denomino ibérica por aquello de evitar que pueda herir sensibilidades? Y es que en ese instante, solo pude imaginar que algunos dirigentes catalanes estarían atentos a la pantalla de un televisor, la catalana supongo, para ir tomando nota de cómo escenificar ellos en el futuro el proceso de ruptura de Cataluña con el resto de España. A todos nos queda mucho por aprender, pero estoy convencido que cuando llegue ese momento, alguien dará una nota de humor, y colocará unas maletas junto a una puerta, tal vez sea la de un ascensor, y en la que se encienda el luminoso de sortida.

Espero que no hagamos un drama de todo estos procesos de ruptura, de todos estos procesos de levantamiento de unos muros o fronteras que para muchos son más que una signo de identidad. Pero si tenemos que darle un toque de humor a estas situaciones, no debemos preocuparnos, porque en esta sociedad en la que vivimos, siempre existen mentes lúcidas, artistas del juego de palabras, cerebros ingeniosos que dicen saber lo que es el humor. Y en el humor, como en todo, podemos tener una salida de tono, porque todos tenemos derecho a tener esa puerta de salida que llamamos contexto, y que después la enmascaramos bajo el paraguas de esa llamada libertad de expresión. La misma libertad que viene en una Constitución que todos hemos comenzado a derogar a nuestro arbitrio.

Y es que al amparo de esa libertad de expresión, la condena a Cassandra por escribir unos tuits sobre Carrero Blanco o sobre la temática que haya sido, bajo el prisma de lo que ella ha llamado humor, me parece un total despropósito. Pero tampoco me sorprende que lo sea, porque normalmente un despropósito viene precedido de un despropósito anterior. Pero lo fuera o no, ahora cuando escucho a Cassandra decir que la sentencia que la ha condenado, ha destrozado su futuro y su vida, ya no tengo claro si sus palabras están llenas de humor irónico o no. Y como creo que tiene derecho a la resocialización, ese principio que rige en nuestro derecho penitenciario, me gustaría prestarle mi ayuda de alguna manera, y si mis palabras sirven de algo, solo puedo decir que no se preocupe, que como dice el refranero español (me planteo si comenzar desde instante a decir castellanohablante), que «nunca hay mal que por bien no venga». Estoy convencido que Cassandra saldrá adelante, porque aunque creo que ella no goce del humor de Tip y Coll, ni de Eugenio, ni del maestro Gila, y ni que su humor se parezca al británico, ya siente el abrazo y el calor del señor Pablo Iglesias, que por aquello del humor histórico, seguro que se la trae floja, se la suda, se la trae al fresco, se la pela y se la reflanfinfla, llamarse como el padre del socialismo español.

Lo único que espero es que Cassandra no tenga que hacer las maletas y marcharse de lo que va quedando de este país, al que ahora algunos llaman Patria, en ese intento de alentar a las masas y hacernos sentir orgullos de las glorias de una tierra, pese a que eso de patria traiga para algunos recuerdos de un pasado no demasiado lejano, y que muchos ni han vivido, pero que ni siquiera han leído.

Y mientras nos perdemos en debates estériles de libertades de expresión, de sentidos de humor que carecen de la riqueza de la ironía que pueda enriquecer una sana crítica o una manera de ver la vida, esta Patria es la misma que está observando atónita como existe un ser, que de humano no le queda ni su existencia, que no ha dudado, no solo engañar a la buena fe de las personas, ni a la solidaridad, sino de mofarse de la forma más cruel posible de la enfermedad que sufren muchas personas. De esa enfermedad que ha convertido el reloj del tiempo en modo temporizador para la existencia de quienes desgraciadamente ven de cerca el final de un pasillo.

Para nada pretendo aquí escribir su nombre, porque lapido cada una de sus letras, y solo deseo que sea otra justicia la que lo condene. He dejado mis maletas en la puerta, las he dejado porque a pesar de que aún conservo la esperanza, esperanza que a veces piensa que se rodea de utopía, tengo la sensación de que el ser humano no tiene remedio, pero aún así, quiero seguir imaginando otro mundo.

EL REMIENDAVIDAS

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Zapatero El rápido


En la puerta cuelga un cartel que dice «Regreso en 5 minutos», pero además debería de tener una nota al pie que dijera: «con derecho a prórroga». Y es que llevo quince minutos esperando, y Rafael no aparece. A decir verdad, lo llamo Rafael, porque Manuela, la vecina que vive justo arriba de la zapatería, ha salido al balcón para regar las plantas, y al verme esperando, con esa sonrisa de una mujer de ochenta años que ya ha visto de todo en la vida, me ha dicho -«seguro que Rafael está en el bar de la esquina»-.

A Rafael, pocos lo conocen por su nombre. O mejor dicho, a Rafael nadie lo conoce por su nombre (salvo Manuela, claro), porque todos lo conocemos por el Remiendavidas. Y es que Rafael (al final, he terminado llamándolo cuatro veces por su nombre), es el zapatero remendón del barrio, el que arregla las suelas de los zapatos a los vecinos; el que recoloca los tacones de aguja a las señoras; el que repara las plataformas que calza Carlota, un griego travestido que vive en la Plaza de la Iglesia, y que llegó aquí huyendo del desamor de un alemán. El Remiendavidas es el zapatero remendón que lustra y da brillo a los zapatos para llevarlos como nuevos a la boda de este sábado, o al bautizo de la niña que ha tenido la hija de Paquita. El Remiendavidas es un soltero que no ha conocido matrimonio, porque siempre repite que no es hombre de una sola mujer.

¡Míralo, ahí viene! Sin prisas, riéndose, silbando alguna canción que solo él conoce. Ahí va saludando a todo el que se cruza con él, levantando la mano a los que desde lejos se le quedan observando. ¡Y ahí lo tienes!, de repente lentifica sus pasos, haciendo ademán de detenerse con María, la dueña de la frutería, la que hace un año quedó viuda, y de la que los rumores dicen…Que digan lo que quieran, porque de rumores hasta yo he muerto más de una vez. 

_ ¡Buenos días, niño!, me dice el Remiendavidas.

_ ¿Buenos días me vas a decir?, ¡la madre que te parió!le respondo sosteniendo esa mezcla de coraje y sonrisa que contengo, porque no quiero reírle la guasa que lleva en su mirada.

Mientras saluda a Manuela lanzándole un beso al aire, el Remiendavidas abre la puerta de su zapatería con un golpe de cerradura, gira el cartel de «Regreso en 5 minutos», y ahora sí que no puedo evitar la risa cuando leo, «Realmente has esperado 5 minutos: mis 5 minutos». Qué más puedo decir del Remiendavidas.

Entro detrás de él. Es un lugar pequeño, tanto que podría ahogarme si tuviera que estar allí más de media hora. En apenas diez metros cuadrados, cientos de zapatos se apilan en las estanterías, otros tantos cuelgan del techo sostenidos por alambres. En tan solo diez metros cuadrados, las botas, los zapatos de charol, unos mocasines de color caoba,… piden a gritos la resurrección, volver a la vida y tener una segunda oportunidad, incluso, una tercera si es necesario. Y es que esta puta crisis se está haciendo notar en todo, porque veo demasiados agujeros en las suelas de los zapatos de quienes caminan delante de mí; o de aquel otro que se ha sentado en la terraza de la cafetería, y al cruzar las piernas, ha dejado al descubierto lo desgastado que tiene el tacón de aquellos Brogues venidos a menos.

Que digan lo que quieran, porque de rumores hasta yo he muerto más de una vez.

Los remaches, el fleje, los martillos, las tenazas, todo se apila en ese desorden organizado. Su caos es nuestro propio mundo, donde se escucha de fondo a un locutor de radio que anuncia la muerte de otra mujer. El olor de los zapatos, de la piel curtida, del cuero agrietado por el descuido de los años; el aroma del betún y de las cremas. Es un lugar donde la nariz se embriaga rápidamente y tardas en escapar de su recuerdo. Y allí se sienta él, detrás de un pequeño mostrador, para volver a su faena de revivir aquellos zapatos, para que de nuevo puedan dejar sus huellas, para que vuelvan a pisar los adoquines de esta vieja ciudad. 

El Remiendavidas me mira y sonríe. De nuevo baja su mirada para seguir introduciendo la lezna en un cinturón y dice que mis zapatos ya están listos. No deja de sonreír y entre dientes, me dice que después de cuarenta años como zapatero, es el único que conoce de las historias y de las huellas de cada vecino del barrio. Que por sus manos han pasado zapatos que conocen lo inconfesable. Que a más de uno, le ha cambiado la suela, para ocultar las huellas que dejó en noches de sexo y alcohol, de amores tránsfugas y de intimidades rotas por el amanecer. Que a otros, le cambió la suela de sus zapatos y les puso la de los señoritos y ricos que viven dos calles más arriba, para así cambiarles la suerte, y que el pudiente vea la cara de la miseria, y el pobre se asome a la abundancia. Que todavía conserva los zapatos de aquellos que nunca más volvieron a recogerlos, porque sabe que alguien vendrá un día a por ellos.

El Remiendavidas levanta su mirada, no deja de sonreír, y entregándome mis zapatos, dice: «quién sabe si ahí llevas tu nueva vida».