ENGAÑO

 

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Como el hielo derretido en un vaso de whisquy
que se encuentra abandonado junto a una jukebox
desenchufada de la pared.
Como las colillas en un cenicero
que hace días dejaron de humear.
Como los diarios escritos a media tarde,
cuando ni el atardecer ha pensado en asomarse
allá por el horizonte.
¿Qué sabes tú de las mentiras?

No existe roce de piel, ni besos,
ni caricias amputadas por la distancia.
No hables de verdades a medias,
ni de historias inventadas sobre un papel.

No pongas sueños en los labios
porque en tu boca cerrada

navegan las promesas rotas.

¡Escupir palabras!, eso haces.
Cortar la carne con un cuchillo desdentado,
comerte las vísceras de tu propia angustia.
El olor a sangre te excita,
la muerte saborea el silencio
que se relame dentro de ti.
En el engaño chapotea tu miseria
como en el espejo se refleja tu ausencia.

DE PUNTA FINA

 

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Llovía. Las tormentas habían dejado de escucharse hacia un rato. En la calle, detrás del visillo de la cortina, anochecía. Los relámpagos habian desaparecido. Los destellos de luz que se veían en el horizonte, ahora se habían cambiado por las luces azules de tres coches de policía que se encontraban dos plantas más abajo. Los cristales de las ventanas crujían por el viento. El sonido de las sirenas habían dejado de sonar y ya sólo se escuchaba la lluvia y la aguja de un tocadiscos deslizándose por el final de una canción, que no se sabía cuando había terminado de sonar. Las cuarenta y cinco revoluciones de aquel disco de vinilo se habrían querido convertir en treinta y tres. My Way de Sinatra había llegado a su final. Una buena banda sonora para aquel instante.

El sargento Ramírez no quiso subir por el ascensor. Su corazón ya le había avisado alguna vez. Por su chaquetón negro de cuero se deslizaban las gotas de lluvia. Al llegar al rellano de entrada al piso, se lo quitó y lo dejó en el pasamanos de la escalera. El sombrero de Fedora se lo dejó puesto. Ramírez  fue el último en entrar en la casa.  Poca cosa, señor, le dijo uno de los hombres que estaban uniformados. El sargento miró por encima de sus gafas hacia un lado y otro de aquel salón. La oscuridad del exterior ensombrecía aún más el interior del piso. No encendáis la luz, ordenó. Su voz estaba rota por una gripe que había tenido la semana anterior.

De repente, la melodía de un móvil se escuchó rompiendo el silencio de la casa. El sonido venía de la cocina. La carrera de uno de los policías por llegar a tiempo para contestar a la llamada. No le dio tiempo a descolgar el teléfono. Un número oculto, señor, le dijo otro de los hombres uniformados. ¡Averigüe quién es, dígame quién ha llamado!, dijo el sargento, mientras su mirada perdonaba la vida de aquel agente que aún no llevaba el arma en la cintura.

Ramirez se quedó inmóvil por un instante. Bajo la luz tenue de una lámpara de sobremesa, un cigarro descansaba en el cenicero. Humeaba. Un  hilo fino ascendía lentamente, dejando en el aire su olor. Las cenizas eran rescoldos de ese fuego letal. La pantalla del ordenador estaba apagada, pero el portátil aún permanecía encendido. Una luz roja parpadeaba con rapidez. No se detenía. Y a cada instante que pasaba, parecía que lo hacía a más velocidad. Había que detener aquella luz intermitente. Todo dependía de pulsar una tecla. ¡Pulse, rápido!, le dijo el sargento Ramírez a uno de los agentes uniformados. La pantalla del portátil se volvió a iluminar. De nuevo regresó a la vida, después de permanecer latente, en ese estado de hibernación artificial.

La pantalla del ordenador iluminó todo el salón, descubriendo junto a él, a un cuerpo ensangrentado. Aquella escena hizo que algún agente rompiera a llorar. Otro, incluso salió fuera de la casa para vomitar. En la pantalla, dos palabras. Mensaje enviado. En la bandeja de salida del correo, un mensaje acababa de ser enviado. Una carta estaba en ese instante viajando a otro lugar y a su lado, estaba él, desangrado, con su última gota de sangre a su lado.

Aquel bolígrafo de punta fina descansaba desangrado sobre el escritorio, sobre un papel en blanco, junto al ordenador que lo había asesinado. Hacía unos días que había dejado escrito sus últimas palabras y sus últimas gotas de sangre ya habían cuajado.

DEP

NOCHES DE CAOBA

 

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Naciste en la madera rota del tiempo.
Alcohol derramado en la piel
de cristales que se quiebran en la copa,
de tu aroma se llena el aire.
No buscas sueños, ni otros mundos donde vivir,
eres infierno oculto de un falso paraíso.

Sientes la intimidad de la noche,
de realidades escondidas detrás de cada sorbo
como naipes mezclados que desvelan la vida al azar.
Perfumado líquido de ebrio final,
dejaste calles vacías de silencio, ¿qué fue de la noche?
Niños vestidos de hombres, frontera de juventud,
oscura inmadurez de ojos fugados de la infancia
que el atardecer se llevó en el horizonte.

De bar en bar, tinieblas con olor a tabaco,
atmósfera de ahogo. No escuchas la música,
pentagrama de sordas letras perdidas. Ruido,
en barras húmedas de estúpidas risas de nostalgia,
lágrimas secas del anhelo
caen al suelo atrapadas en la voz de unos labios callados.

Esquinas impúdicas de noctámbulos, rincones
de pasos caídos en el olvido.
Cálido amanecer invernal, frías noches de verano.
Se desliza por la garganta, seco, dulce y ardiente,
elixir del olvido, verdugo de recuerdos arrastrados en el fango.
Observo el distorsionado cuerpo del amor
entre las gotas que descienden por las laderas de la oscuridad.
Noches de whisky caoba dejaron una secuela,
varado en la orilla del olvido, un recuerdo que dejó atrás su final.