DE PAQUETES VA LA COSA

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Hace unos días me invitaron a una boda. Hasta ahí, todo normal. O no, porque ya sabemos que las bodas pueden dar pie a esos finales donde las perdices se atragantan, pero bueno, eso es agua de otro cántaro. Decía que hace unos días me invitaron a una boda, y dicho así tampoco resulta tan llamativo, pero es que era la boda de la hija de un amigo. Y claro, si se casa la hija de un amigo, además de tener alguna connotación emocional, tiene otros efectos que alguien podría llamar colaterales, y uno de ellos es que se me supone que ya voy teniendo una edad, y a estas alturas no voy a decir lo contrario, uno ha comenzado a mirar el retrovisor del tiempo en alguna que otra ocasión.

La boda tuvo de todo lo que tiene que tener las bodas de hoy en día. Y no voy a enumerar los detalles del vestido de la novia, que fueron múltiples y llamativos, porque en lo que al traje del novio se refiere, la corbata es lo único que se salvó. Cómo no, el enlace fue amenizado con una extraordinaria banda sonora, y que excepto cantos gregorianos, no faltaron compases de tres por cuatro. Y durante la celebración festiva que amenizó las horas siguientes a un suculento almuerzo, llegaron los números artísticos de los novios que ya habían dejado de serlo, de los padres de los novios, que ya eran oficialmente consuegros, de los hermanos y las hermanas de los novios, convertidos en cuñados y concuñados, y de los amigos de los novios, que alguno ya estaba tomando nota para su propia boda, porque una vez que comienza uno, los demás enlaces caen en cascada. En fin, la consanguinidad, la afinidad y todo aquello que sea lazo de sangre y hasta los que han sido desangrados, formamos parte de una boda que pasará a la historia familiar, en forma de álbum de fotos, de video y móviles que han usurpado cada momento no captado por el profesional de turno debidamente contratado. 

Sí, sí, claro que sí. No es nada nuevo y ya podéis imaginar que las redes sociales se llenaron de momentos de esa boda retransmitida en directo. Facebook e Instagram eran el Hola, el Diez minutos y el Semana, y nadie escapó de los «me gusta», de los likes y de hasta algún retuit, porque Twitter, cómo no, fue otro de los invitados.

Y nada, que la boda acabó como acaban todas las bodas, con los invitados regresando a casa, y la familia y los amigos de los novios tan recientemente casados, continuaron la fiesta hasta que dejaron a la pareja en su lecho de amor. 

Y ahora que me estoy quitando la ropa caigo en la cuenta que los móviles eran invitados ocultos en los pantalones de ellos, y que la elegancia de un traje de chaqueta se había visto rota por un nuevo paquete, que ya no era de tabaco, pero que engancha lo mismo que la nicotina.

Por cierto, regresé de la boda en moto, y me tocó venir de paquete.

CULPABLE

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Me declaro culpable,
de dibujar sobre el pupitre
el garabato de un corazón

herido por una flecha sin punta.
Culpable de escribirte versos
en las puertas de los baños
de cada uno de los bares
que cada noche cerramos.

Me declaro culpable,
de llamarte a las cuatro de la madrugada
despertar los pájaros a pedradas
abrir las ventanas en otoño
y sacudir las sábanas, de las flores secas
que esparcimos durante el último verano.
Culpable de fumarnos a besos
lo que estaba escrito en una cajetilla
de cigarros americanos.

Me declaro culpable,
de escribir tu nombre
en el margen de un periódico
abandonado en la cafetería
donde nos ponían churros sin chocolate
y un café frío con sacarina.
Culpable de vaciar el cajero de aquel banco
arrojar las monedas a una fuente sin agua
romper las botellas de cerveza
contra una señal de prohibido el paso.

Me declaro culpable,
de saltarme los semáforos en rojo
cruzar la ciudad por la noche
apedrear las farolas de una calle sin salida.
Culpable de entrar en tu habitación
y robarte durante el insomnio
lo que un día soñaste entre pesadillas.

Me declaro culpable
de lo que tú te condenas inocente.

UN AMOR EN EL TRASTERO

 

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Las dos entradas de un cine de verano, de una película que ya no recuerdo, pero que esperamos hasta el final para ver los títulos de crédito. La letra de una canción de un grupo que desapareció sin dejar rastro y que han repuesto en un programa de televisión un domingo por la tarde de este invierno pasado. Las cartas arrugadas dentro de los sobres abiertos, salvo la última que no tiene matasellos, ni remite, pero que dejé en el buzón de tu casa pero que nunca leíste, y me la devolviste por debajo de la puerta. La fotografía de un atardecer en la playa de nuestro primer otoño juntos. El bolígrafo de tinta roja con el que dibujaste en una servilleta de ese bar que cerramos al amanecer, un corazón atravesado por una flecha, pero que se difuminó una tarde de lluvia y tormentas. Un libro de poemas que no tiene dedicatoria, pero en el que escribiste tu nombre en todas las páginas impares. Una fotografía tuya tamaño carnet y otra que aparece rota por la mitad, porque algunas historias se quedaron a medias. Una cinta de casete donde grabaste tu voz para que me fuera la cama escuchando tus buenas noches. La postal que no enviamos de cuando estuvimos el fin de semana en Barcelona y pusimos en la puerta de la habitación del hotel la tarjeta de do not disturb, porque decidimos comernos el please. Nuestra última cajetilla de tabaco, donde quedaron tus labios marcados en la boquilla del último cigarro que nos fumamos juntos.  

Esta mañana estuve ordenando el trastero y colocando las cajas en una estantería de metal.