¿SUBE O BAJA? (2ª parte)

 

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Cuando dejas de fingir, respiras. Cuando dejas de mentir, vives. Cuando revelas un secreto…cuando revelas un secreto, tu mejor amigo se convierte en tu peor enemigo. Sin detenerme en esto último porque daría para otra historia, lo fingido ya parece pertenecer a un pasado muy lejano, y eso que hace sólo unos segundos que el secreto ha sido revelado, que la mentira se ha convertido en una verdad, y que fingir, ya no es ese trapo que te tienes que poner cada mañana para salir a la calle.

Quince años da para mucho. O para poco, según se mire. Pero quince años viviendo en un piso de treinta metros cuadrados de la decimonovena planta de un edificio que domina el horizonte de la ciudad, no es cualquier cosa. Son quince años que finges ser el puto amo de todo. Quince años que te sientes en la cima del mundo. Pero quince años en los que no pasa un día en el que cuando te acercas a la ventana, te siguen temblando las piernas. Son muchos días los que sientes cómo el viento azota los cristales, son demasiados los días en los que escuchas una lluvia ensordecedora. Son quince años donde los únicos pájaros que se posan en el alféizar de la ventana, tienen los ojos enormes, que se quedan observándote y con sus picos golpean esos cristales arañados por el olvido. Sé que más de uno dirá que vaya estupidez de confesión es la que acabo de realizar, pero para un paleto como yo, acostumbrado a no separar los pies de los adoquines de la calle, de estar pegado tantas horas al asfalto de la carretera, la única tabla de salvación de este mal de alturas es ese bendito ascensor que está frente a la puerta de mi casa, y que se pasa toda su vida subiendo y bajando, pero que me salva de estar encerrado en este nido de buitres donde me encuentro.

Cada día, a las seis de la mañana, lo escucho llegar. Cada día, a la misma hora, en esa rutina convertida en ritual, espero a que se abran sus puertas. No tiene prisas, lo hace lentamente.

Continuará 

DE POSIBLES, POSIBILIDADES A IMPOSIBLES

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No me creo la escena de sofá de Rajoy. Ni la falsa oratoria de un profesor de universidad, que es una mala copia del Sr. Keating. No me creo ese adelanto electoral de una presidenta que lo hace a su voluntad, sin mirar al pueblo en general. Ni me creo a la que se llama comunista, que abandona su partido, en esa puerta giratoria que a muchos les da miedo llamar transfuguismo interno preelectoral. No me creo esa autoetiqueta de servidores públicos, cuando mas parecen que son servidores de su propio interés particular.

No me creo ya nada. Lo siento. A estas alturas, ya no hay remedio. Que nadie venga a venderme falsos mensajes de prosperidad, de libertad y de una democracia que mira al pueblo desde un balcón o desde un escenario. Ya no puedo creer a esos líderes que se esconden detrás de un atril o se rodean de sus acólitos, apóstoles figurantes disfrazados de su falsa esperanza y felicidad.

Nos hicieron creer que todos teníamos posibles en los bolsillos, que los proletarios del mundo eran otros. Nos hicieron creer que habíamos abandonado la miseria y la pobreza, y que nos habíamos convertido en la excelencia del primer mundo, donde los demás se tenían que mirar. Pero el mundo se detuvo. Donde hubo luz, se hizo la oscuridad.

Sin avisar, al día siguiente de aquella fiesta, nos despertamos con una extraña resaca. Todos nos levantamos hablando de una prima de riesgo, una mala pariente que de repente se había colado por la ventana de nuestras casas. Sin avisar, despertamos sabiendo que el FMI, al que muchos confundieron con el FBI, daba las instrucciones a nuestros políticos. Aquellos que se habían comprometido con un programa electoral, con un contrato que todos incumplieron, pero que ninguno se hizo responsable de su falta de lealtad.

Y la vieja Europa, agonizaba sin saber donde mirar. Lo único que sabían decir era que Alemania tenía que asumir su papel principal. Y más de una sonrisa se escondía en esos despachos de poder. Quizás los teutones rememoraron ese deseo de ser los dueños de esta Europa descabezada.

De tener posibles en los bolsillos, regresamos a la miseria. Nos dijeron que habíamos vivido por encima de nuestras posibilidades, y comenzamos a vivir como en aquella época de la posguerra. Y ahí se encuentran Rafael, Julia, José, Agustin y Serafina, sentados en el sofá. Todos en silencio frente a la mecedora donde descansa Doña Matilde, la matriarca, la que con su pensión esta ayudando a todos a salir adelante.

Al final, y espero que éste no sea el final, lo que está ocurriendo es que en este imposible social, son los padres y los abuelos, los que nos trajeron a este mundo, los que están haciendo un imposible. Están sobreviviendo por encima de sus posibilidades, y todo, por hacer que sus descendientes tengan algún posible en el bolsillo, para poder llevarse algo a la boca.

¿Y a eso llaman vivir por encima de sus posibilidades?