Por sacar punta

 

 

Hablar, hablamos de todo, pero decir, decimos poco. En los tiempos que corren (y que siempre han corrido y seguirán corriendo), los que más podrían decir, no están callados, pero sí están silenciados. Lamentablemente nadie le pone un micrófono a aquellos que tienen no la autoridad de quienes son, sino de los que saben decir y no solo hablar. Por desgracia, los que podrían mostrarnos un cierto camino de claridad ante el panorama que estamos viviendo, no les dan el prime time, porque para qué, si seguramente ninguno de ellos llenaría la máquina registradora de los que están controlando el basurero de noticias diarias.

La mentira se ha convertido es una contorsionista de nuestro día a día. Las banderas se han transformado en lazos, los pensionistas han tomado las calles porque solo ellos saben lo que es la revolución de una primavera, un máster deshonra la propia palabra de la que toma origen en latín; un expresidente de una comunidad autónoma, la mía, dice haberse enterado por la prensa de unas ayudas sobre las que no ejerció su debido control; se habla de que cada vez existen menos derechos y libertades, pero a ninguno de esos les escucho hablar de las obligaciones que está dispuesto a asumir; y por desgracia, y no me queda más remedio que  generalizar, parece que los políticos han olvidado que la honestidad es un atributo que debe acompañarles a lo largo de su trayectoria como servidores de lo público.

Como apuntaba al principio, hablar, hablamos mucho, y hasta yo mismo, solo hago hablar, pero no digo nada. O sí. Porque quizás lo que quiero destacar es que esta sociedad está más pendiente en la actualidad de sacarle punta a todo, que de escribir sin torcer los renglones su propia historia. ¡Ah por cierto!, si de sacar punta se trata, el señor don Mariano Rajoy, en su intervención en defensa del ataque a Siria (de lo que no hablo ni digo nada por mi absoluta ignorancia), mostró con sus palabras cómo el machismo se encuentra demasiado arraigado en nuestra conciencia individual, porque justificó entre otros motivos dicho ataque para proteger a la población más indefensa, y ¿saben a quién incluyó entre los más indefensos?, pues a las mujeres y a los niños. Así que por sacarle punta, pensé: ¿estamos ante un lapsus machista mental?

Aquí termino, que ni he hablado ni he dicho nada, así que nadie me lo tome en cuenta, que mi intención no era sacar punta.

 

 

LOS INDESEADOS

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En Europa existe mucho indeseado suelto. No lo digo yo, y quizás no lo diga un reciente informe publicado por el Atlas de la Anticoncepción. Sin embargo, cuando leo la noticia y compruebo que el uso de condones, píldoras del día después y otros medios anticonceptivos, no están tan extendidos como pudiéramos pensar, es inevitable que mire a mi alrededor y me pregunte que cuántos de nosotros somos un fruto indeseado de ese momento que se le supone lleno de deseo; que cuántos de nosotros somos la pedrea de ese juego azaroso del sexo; que cuántos de nosotros no hemos sido engendrados con ese aderezo llamado pasión, palabra esta última que parece reservada al sueño romántico de los poetas del verso octosílabo (o tal vez, ni siquiera a ellos).

A primera vista, parece que tener la condición de hijo indeseado no tiene tanta importancia. No podemos olvidar que los padres, en ese ejercicio de autoperdón, cuando llega el momento del parto y el indeseado viene al mundo, se dicen a sí mismos -y al indeseado- que lo quieren igual que al resto de su prole. Es más, hacen de inmediato un ejercicio de olvido y manifiestan un llamado amor especial, casi más profundo que ninguno, pese a que saben que fue creado alejado de lo que algunos llaman la planificación familiar.

Discúlpenme si en los próximos segundos me convierto en un aguafiestas, pero todos sabemos que ninguno se escapará de ese momento en el que se le grabará a fuego la letra escarlata de ser un hijo indeseado. No voy a pedir a nadie que levante la mano y se señale. No pediré tal ejercicio de flagelación, porque bastante estigma tiene con no olvidar el momento en el que de repente conoce la noticia de su condición. Noticia que siempre llega de boca de sus padres, progenitores casi impolutos hasta ese momento, y que mediante el anuncio público en una fiesta familiar, entre risas, lo señalan con el dedo y dicen que «vino a este mundo sin ser buscado» (como si acaso hubiera estado perdido); o peor aún, que «llegó de penalti», porque al portero se le coló el balón entre las piernas y terminó en un gol que no debió subir al marcador (este país conserva aún esos matices machistas de tardes de domingos de fútbol, y que como no, atribuyen la culpa del error a la misma protagonista de siempre).

La exposición puede resultar tan grotesca, como imagino que tan real. Porque todos conocemos de situaciones semejantes, en las que al indeseado se le expone en el patíbulo del centro de una plaza pública, se le marca para el resto de sus días con ese halo de defecto de fabricación, y se le apedrea al final con esas palabras que se tiñen de una indeseable compasión, que indudablemente no discuto que estén llenas de amor.

Sin duda alguna, salvo la evidencia de que existe un alto porcentaje de hijos siempre deseados, lo que parece indiscutible es que los únicos salvados de esa condición de indeseados son los hijos adoptados, los que han sido engendrados gracias al in vitro y una cánula en una clínica de fertilidad, y los que vienen del polémico mundo de la gestación subrogada. Sobre este último, el debate queda tan abierto que por mucho que el tema se aborde con pasión (ahora parece que esta palabra ha quedado más para las discusiones que para el amor), no quiero terminar con una bronca como la que apuntó Almudena Grandes en su artículo titulado El progreso de la humanidad: Prohibir (El País); y ni quiero quedarme en la mercantilismo y privilegio de unos pocos como señaló Luis García Montero en su artículo titulado El fruto de tu vientre (Infolibre).

En este punto, no niego mi acercamiento a las reflexiones que ambos realizan sobre la libertad, la dignidad de las mujeres, el mercantilismo, los derechos individuales y los colectivos, los derechos de las minorías y las mayorías. No lo niego para nada, todo lo contrario, comparto sus pensamientos, hasta la última palabra, pero eso no me impide que me detenga en dos aspectos que sendos escritores anotaron en sus artículos, y que me provocan alguna que otra reflexión. De esta manera, cuando Almudena Grandes se refiere a que dónde queda la dignidad de la mujer, me pregunto si la reivindicación de la gestación subrogada podría incluso apropiarse de aquel lema de «nosotras parimos, nosotras decidimos» que se utilizó para reclamar el derecho al aborto, y entonces me pregunto cómo hacemos para prohibir un ejercicio de libertad (individual que al mismo tiempo es colectiva). Y con respecto a los argumentos esgrimidos por Luis García Montero, cuando dice que fue gracias a IU que se incluyó la posibilidad de que las parejas homosexuales pudieran adoptar, creo que no se detiene lo suficiente en observar el mercantilismo que existe alrededor de los procesos de adopción, y que aunque pensemos lo contrario, también queda reservado en favor de otra minoría.

En fin, a estas alturas, sigo en mi debate personal de encontrar una respuesta y un posicionamiento claro al respecto. Así que seguiremos leyendo y escuchando opiniones de uno y otro sentido. Pero de lo que me he dado cuenta, es que aquel relato que recogí en este blog y que fue llevado después al libro Historias de una casapuerta (Editorial Libros.com), y que titulé María, quizás se quedó en una posición demasiado romántica de este asunto, pero como bien apuntó García Montero y en eso coincidimos: en aquella Virgen María ya nos encontramos al primer vientre de alquiler.

 EL FRUTO DE TU VIENTRE

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