SAN VALENTÍN HA MUERTO 

 

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Muelle de Rota (Cádiz)

 

Por el corredor de la muerte,
Cupido camina esposado.
Arrastra sus pies,
ensangrentados y desnudos
entre flechas despuntadas
que yacen por los fracasos.

Cabizbajo,
ninguna lágrima derrama.
El arquero, un ángel endemoniado,
siente en sus dedos el dolor de las llagas,
que se abren cada noche,
en la pesadilla de ser el asesino
de amores inocentes.

Recuerda Cupido aquella mañana,
de un febrero oculto entre nieblas,
donde el amor se disfrazó de odio
manchado sangre.
San Valentín fue hallado muerto,
apuñalado por la espalda.
Un cobarde lo ha asesinado.

Corre por sus venas la muerte,
en su garganta
la saliva lo ahoga.
Hoy el arquero conocerá la justicia,
la que alguien llamó divina.
Al atardecer, es ejecutado
por el ser humano
(inhumano).

LAS REJAS DE UNA BOFETADA

20130205-172929.jpgLas cuatro de la madrugada. A la noche le queda aún algunas horas más por recorrer. Por mucho que miramos el reloj, uno que está colgado en la pared junto a un cartel con la fotografía de cinco desconocidos, el tiempo parece haberse detenido. Aquellas tres agujas apenas avanzan. La espera se vuelve eterna dentro de esa esfera. Las manecillas golpean de manera pausada cada instante, lo hace en ese martilleo continuo, como ese punzón que se clava en la piel, dejando una huella que a estas alturas de la vida ya no se borrará jamás.

Han transcurrido ya cinco horas desde que nos sentamos en estas sillas blancas de plástico. Frías, sucias. Varios nombres aparecen grabados. Aquí no existen corazones, ni declaraciones de amor. Por este lugar no aparecen flechas de cupidos que hayan lanzado. Aquí, esas puntas de dolor son de navajas que han tallado de rabia esos nombres, de alguien, que alguna vez, pasó por aquí. Carmen, Luisa, José. Justicia, libertad, venganza, miedo.

El silencio de la sala de espera apenas queda roto por una conversación que se oye al otro lado de la pared, y por las agujas de ese maldito reloj que parece no correr. Ambos nos miramos sin decir una palabra. Ya llevamos juntos el tiempo suficiente como para saber que estamos pensando el uno y el otro. Sin embargo, ninguno de los dos encontramos una explicación a esta situación. Qué podemos decirnos. En nuestros ojos no cabe reproche alguno, pero si brota un aire de culpa. Nuestras manos se quieren acariciar, en ese intento de decirnos algo que nuestros labios no son capaces de expresar. Me he levantado, quiero dar unos pasos en aquella pequeña sala de espera. Ella sigue sentada, así lleva desde que llegamos. Apenas levanta la cabeza, su mirada permanece perdida en algún momento, buscando quizás dónde se halla nuestro error. Permanece callada y sólo una palabra sale de sus labios: Ojalá.

Sólo han pasado diez minutos y se oyen unos pasos. Al fondo del pasillo se escucha una voz. Es un tono grave, no ha titubeado en ningún momento. Aquel silencio ha quedado roto por esa voz y por el sonido del timbre de una llamada de teléfono. Me ha llamado por mi apellido. He olvidado mi nombre. Abre la puerta y asoma la cabeza, entra en la sala y se sienta a nuestro lado. Podría ser nuestro hijo. Aunque sus sienes ya se han poblado de canas y alguna arruga se aprecie en la frente, no lo es. Él no lo es.

Las dos tazas de café que nos trae humean. Permanece sentado a nuestro lado. No habla, sólo nos mira. Su mano se ha posado en mi hombro. Siento como sus dedos presionan levemente mi brazo. Sabe calmar la tensión de ese momento. – Intenten descansar, hasta mañana no podemos hacer nada más-, nos dice. Mi esposa rompe a llorar y de su boca de nuevo la misma palabra: Ojalá.

El reloj sigue detenido en esta noche que se hace demasiado larga en el tiempo. Y los dos lloramos. Lloramos sin parar. ¿Cómo corto esas rejas?, me pregunto, en las que nos ha atrapado las bofetadas que nuestro hijo dio a su mujer. Y entre lágrimas, sólo pronunciamos una palabra: Ojalá.

Porque ojalá pudiera volver el tiempo atrás. Ojalá pudiera saber qué hicimos mal. Porque mañana cuando escuchemos decir ojalá se muera ese maldito, será nuestro hijo el que pierda su libertad, y nosotros quedemos atrapados en esos otros barrotes que él nunca debió levantar. Ojalá todo fuera una pesadilla, y que sea la noche la única que sepa hacer que todo esto se pueda olvidar.

BALÓN DE ORO

la foto

Me llamo….bueno que más da como me llamo. Creo que a nadie le interesa mi nombre. Al fin y al cabo estoy convencida que pocos lo recordarían después de leer estas palabras. ¿Qué cuántos años tengo? Tengo… uff perdonen. Pero como no queda bien preguntar a una mujer por su edad, os diré que tengo esos años en los que los párpados comienzan a descender suavemente entornando la mirada, y a su alrededor se dibujan esos pequeños surcos, donde las lágrimas viajan cada vez que llegan a mi mente esos recuerdos convertidos en tatuajes del pasado.

Tengo un niño pequeño, de apenas diez años, y se llama como su padre, Rafael, ¿Suena bien verdad?. En mi casa siempre hemos respetado esa vieja tradición de poner al primer varón el nombre de su padre, y claro, el de su abuelo. Pero quiero dejar claro una cosa, lo llamamos Rafael, nada de Rafa. Esa extraña manía que tenemos de acortar los nombres, en casa nunca lo hemos hecho. Si hubiésemos querido llamarlo Rafa, lo habríamos hecho, pero no, su nombre es Rafael y aunque sea un renacuajo, toda su familia lo llama por su nombre completo.

Lleva ya diez minutos frente al televisor y no hay quien lo aparte de él. Me ha mirado y sonríe. Sonríe con esa sonrisa del que se sabe rey de un pequeño mundo. Su mundo, mi universo. No sé a quién sale con esa afición al fútbol, porque ni su padre, ni su abuelo, ni ninguno de sus tíos han demostrado que le apasionara esa obsesión de correr y darle a una patada al balón. Pero cuando lo observo, son sus ojos los que hablan, y lo encuentro feliz.

Son las seis menos diez de este lunes 13 de enero, y ahora está en silencio. Después de un fin de semana en el que no paraba de hablar de su Iniesta, de dibujar en sus ojos la admiración por su ídolo, ahora no articula palabra. Vestido con la camiseta de la selección, su balón de fútbol entre las manos y la bandera española que reposa sobre sus rodillas, no aparta su mirada de esa pantalla que le trae las imágenes del sueño de ser un día un gran futbolista. Él también quiere ser balón de oro.

No dice nada, está callado, no es su ídolo el que ahora aparece sonriente en la pantalla del televisor. El balón de oro se lo han entregado a otro jugador y en cierta manera él también se siente perdedor. Baja el volumen de la televisión. No quiere escuchar nada, ahora él desea sentir esa soledad, esa sensación de abandono e indiferencia que tiene quien se convierte en perdedor.

Son las seis y veinte de la tarde y sigue en silencio. Ahora es otro silencio. De sus pequeños ojos verdes descienden unas lágrimas inapreciables, casi invisibles, pero que le hacen brillar las mejillas sonrojadas de un niño lleno de vitalidad. Aprieta con fuerza la bandera, la arruga entre sus dedos menudos, en esa mezcla de rabia e impotencia que desde pequeño comenzamos a tener. Su mirada se pierde en mis ojos y su silencio es ahora un grito callado desde hace un tiempo.

Dos preguntas salen de sus labios, ¿por qué a mi padre le pusieron una medalla y le entregaron una bandera cuando dormía en el interior de una caja? ¿por qué a mi padre que apagó aquel fuego y perdió su vida no le dieron un balón de oro antes de fallecer?……