TARDES SIN MERIENDA

 

 

2014-11-25 12.19.51

 

Desde que me di cuenta que durante cinco días seguidos terminaba a la misma hora, tomé la determinación de no ponerme más un reloj de pulsera. Al menos durante esos días. A partir de ese momento, sólo en los fines de semana me abrazaría un reloj a la muñeca, para saborear como en esos dos días el tiempo transcurría unas veces con lentitud, y en otras ocasiones, con esa velocidad que sólo el propio tiempo sabía llevar.

Eran las cuatro de la tarde. La hora de una siesta. Breve, porque como me dijeron alguna vez, de día no debemos soñar  mucho tiempo, porque los sueños no nos llevan a ningún lado. Dejé el reloj en la mesita de noche. Una mesita de noche como si de día lo dejara de ser. Eché las cortinas y apagué la luz. Una siesta en la cama nada tiene que ver con ese sueño que aparece sentado en un extremo del sofá. Una siesta en la cama siempre es capaz de alejarnos de este mundo, así que me dejé llevar y cerré los ojos sin pensar en nada más.

Comencé a dormir y eso me llevó a soñar.

Me llamo Pancracio, como mi padre. Y como se llamaba mi abuelo. Mi nombre es a veces un sinónimo de burla, pero hay tradiciones que hay que cumplir, y en mi casa, el primer hijo debe llevar el nombre del padre, del abuelo, y creo que hasta del tatarabuelo. Como no sé quien de mis antecesores fue el primero en llevarlo, y alguno tuvo que ser, no podré pedir responsabilidades, aunque haya días que ganas no me falten. Además, creo que ya ha prescrito el momento de pedir que cumpla el responsable la pena por esa culpa, y seré yo, el que un día, sea el responsable de cambiarlo, para transformar la burla del burladero, en el ruedo de una plaza donde haya valientes que sepan lidiar.

Lo del nombre no es casualidad. O al menos a mí no me lo parece. Porque mi nombre tiene mucho de recuerdo al Santoral, y a decir verdad, eso de que sea el Santo del Trabajo, no me va nada mal. Sinceramente, con este nombre, a mí el trabajo no me falta, ni me faltará. Y como no me falta el trabajo, mis compañeros a veces han puesto en mi mesa unas ramas de perejil, para que a ellos tampoco les falte el trabajo como a mí. Y no les tiene que ir nada mal, porque los miro cada mañana, y a ninguno les veo la cabeza levantar, todos están mirando hacia un lado, y no precisamente a la musaraña que nunca vi. Así, que todos PODEMOS estar muy contentos, y eso de podemos, no va ni mucho menos por ti.

Tanto resulta que no me falta el trabajo, que a mi casa me lo llevo cada tarde. Pero eso, tiene que ser de lo normal, porque en mi trabajo, el resto andan todos igual. Una hora, dos, o tres. Tengo que terminar, debo salir corriendo que tengo clases de inglés y después al gimnasio, a las clases de defensa personal. A mi edad, que ya habrás imaginado que no alcanza la pubertad, tengo la sensación de estar caminando junto a una frontera, en la que hay de todo y en la que también me encuentro con la nada, como algo que es muy real.

Casi comienzo a despertar de mi siesta y el sueño comienza a abandonarme.

La conciliación de la vida familiar y laboral. Escucho esas palabras como una voz de fondo en el sonido del televisor. Sigo despertando de mi siesta. Creo que con este ritmo de trabajo, he perdido las tardes con merienda. Abro los ojos, o igual sigo dormido. Me da que pensar que esto de la conciliación de la vida familiar y laboral es una falacia que algunos se han inventado para dejar sus conciencias tranquilas, porque hemos transformado la vida familiar en un ambiente laboral. A mi padre le he escuchado también hablar de que en su empresa hay que hacer algo por conciliar la vida laboral con la familiar, pero a mí, después de mis horas de clase, me siguen mandando trabajos para hacerlo en casa, y se olvidan que para mí, también existe la vida familiar.

He despertado de la siesta. El sueño desvanecido ya no existe o queda en un simple recuerdo.

Quizás debamos entender la conciliación de la vida familiar y laboral desde la infancia. Aunque sea necesario o no, que los niños lleven tarea a casa, cuestión ésta que ignoro, lo que me preocupa es ese mensaje que les estamos dejando, de que es inevitable llevarse a casa una parte de su jornada laboral. Cuando pasen unos años, y esos Pancracios dejen de ser niños y, cada uno de ellos tengan que comenzar a luchar por eso que llaman conciliar la vida laboral y familiar, o familiar y laboral, creo que no olvidarán que ya un día ellos se llevaron trabajo a casa y les resultó imposible conciliar dos mundos, que quizás debamos apartar.

BALÓN DE ORO

la foto

Me llamo….bueno que más da como me llamo. Creo que a nadie le interesa mi nombre. Al fin y al cabo estoy convencida que pocos lo recordarían después de leer estas palabras. ¿Qué cuántos años tengo? Tengo… uff perdonen. Pero como no queda bien preguntar a una mujer por su edad, os diré que tengo esos años en los que los párpados comienzan a descender suavemente entornando la mirada, y a su alrededor se dibujan esos pequeños surcos, donde las lágrimas viajan cada vez que llegan a mi mente esos recuerdos convertidos en tatuajes del pasado.

Tengo un niño pequeño, de apenas diez años, y se llama como su padre, Rafael, ¿Suena bien verdad?. En mi casa siempre hemos respetado esa vieja tradición de poner al primer varón el nombre de su padre, y claro, el de su abuelo. Pero quiero dejar claro una cosa, lo llamamos Rafael, nada de Rafa. Esa extraña manía que tenemos de acortar los nombres, en casa nunca lo hemos hecho. Si hubiésemos querido llamarlo Rafa, lo habríamos hecho, pero no, su nombre es Rafael y aunque sea un renacuajo, toda su familia lo llama por su nombre completo.

Lleva ya diez minutos frente al televisor y no hay quien lo aparte de él. Me ha mirado y sonríe. Sonríe con esa sonrisa del que se sabe rey de un pequeño mundo. Su mundo, mi universo. No sé a quién sale con esa afición al fútbol, porque ni su padre, ni su abuelo, ni ninguno de sus tíos han demostrado que le apasionara esa obsesión de correr y darle a una patada al balón. Pero cuando lo observo, son sus ojos los que hablan, y lo encuentro feliz.

Son las seis menos diez de este lunes 13 de enero, y ahora está en silencio. Después de un fin de semana en el que no paraba de hablar de su Iniesta, de dibujar en sus ojos la admiración por su ídolo, ahora no articula palabra. Vestido con la camiseta de la selección, su balón de fútbol entre las manos y la bandera española que reposa sobre sus rodillas, no aparta su mirada de esa pantalla que le trae las imágenes del sueño de ser un día un gran futbolista. Él también quiere ser balón de oro.

No dice nada, está callado, no es su ídolo el que ahora aparece sonriente en la pantalla del televisor. El balón de oro se lo han entregado a otro jugador y en cierta manera él también se siente perdedor. Baja el volumen de la televisión. No quiere escuchar nada, ahora él desea sentir esa soledad, esa sensación de abandono e indiferencia que tiene quien se convierte en perdedor.

Son las seis y veinte de la tarde y sigue en silencio. Ahora es otro silencio. De sus pequeños ojos verdes descienden unas lágrimas inapreciables, casi invisibles, pero que le hacen brillar las mejillas sonrojadas de un niño lleno de vitalidad. Aprieta con fuerza la bandera, la arruga entre sus dedos menudos, en esa mezcla de rabia e impotencia que desde pequeño comenzamos a tener. Su mirada se pierde en mis ojos y su silencio es ahora un grito callado desde hace un tiempo.

Dos preguntas salen de sus labios, ¿por qué a mi padre le pusieron una medalla y le entregaron una bandera cuando dormía en el interior de una caja? ¿por qué a mi padre que apagó aquel fuego y perdió su vida no le dieron un balón de oro antes de fallecer?……

DE PEQUEÑO PENSÉ…

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La noche ya comienza a refrescar y el viento que durante la mañana me susurró al despertar, ahora se ha vuelto intransigente, áspero, grosero y maleducado. En esas horas del día ya desaparecido en las que se transforma la noche, los secretos, los misterios y los sueños se convierten en protagonistas que suben de la platea al escenario de esa obra de teatro que representamos cada anochecer.

Por un instante, la noche se convierte pasado, se transforma en futuro y se olvida del presente. Por un momento, la noche es infinito dentro del tiempo y cada madrugada regreso a ese pasado de la niñez para rememorar los instantes en los que de pequeño se vive y se sueña a la vez.

De pequeño, pensé que el primer amor y el primer beso son para siempre, que nunca se marcharían, que estarían siempre a mi lado, acompañándome en todo momento, y que no podrían alejarse jamás de mi vida. Sin embargo, ese primer amor se marchó con aquel primer beso, se alejó dejando únicamente la estela de un recuerdo y la cicatriz de la primera herida.

De pequeño, pensé que el cambio de milenio nos traería un mundo estelar, galáctico, donde todos viajaríamos por el espacio, donde el mundo cambiaría completamente, para al final descubrir que todo sigue igual, que los cambios, esos cambios de los que hablan, sin embargo apenas han transformado la conciencia del ser humano.

De pequeño, pensé que la vida era eterna, que la ausencia nunca sería compañera de mi viaje por este mundo. Pero por aquellas sorpresas del destino, un día conocí a esa extraña pasajera que llegó a visitarme y mostrarme que su existencia forma parte de este recorrido y que llamarse muerte no es sino complemento de la vida.

De pequeño, pensé que un día cuando fuera mayor de edad, todo sería diferente, y que tendría independencia, sabiduría para caminar por la vida y que la libertad sería esa amante añorada de la niñez. Pero al cumplir los dieciocho años descubrí que eran falacias de aquella niñez.

De pequeño, pensé que un día, ese día en el que dicen que la madurez atrapa el cuerpo y se instala en la mente, llegaría esa calma que nos convierte en seres felices, pero al retorcer la esquina de este camino, comprobé como incluso en ese momento de la vida, la felicidad no se hace estado, sino que se convierte en un pequeño instante que por momentos se hace casi inapreciable a la mirada de cada ser.

De pequeño, pensé que un día dejaría de ser pequeño para vivir los sueños que una vez soñé.