LA CARA B

 

2e085a42-3f77-4397-a8e0-7166b3c2138c 2Por fortuna (o desgracia) el euro se ha consolidado en nuestras vidas. Poco a poco comienza a caer en el olvido aquella moneda que circuló por el territorio nacional, que después se transformó en la España de las regiones, o mejor dicho, de las autonomías. Supongo que en aquella etapa de la transición, alguien pensó eliminar ese instrumento de pago de una economía maltrecha y desfasada del régimen dictatorial, pero por el motivo que fuera, aquella moneda permaneció en los bolsillos de los españoles; bolsillos que no estaban raídos por el hambre, claro está.

Hoy muchos jóvenes sólo conocen la peseta gracias a los libros, a sus progenitores y, sobre todo, a sus abuelos, que siguen calculando las subidas (¿?) de las pensiones en aquella moneda. Pido disculpas por no usar el llamado lenguaje inclusivo, pero como decía, la gente joven conoce aquella moneda por ese recuerdo numismático que algunos conservan y al que miran como parte de un pasado, aunque lo ignoran (y desprecian) como parte de una historia porque no lo pueden subir a su perfil del WhatsApp o Instagram.

Hubo un tiempo en el que arrojábamos la peseta al aire. Durante milésimas de segundos  todo se paraba y confiábamos el destino al azar. La cara y la cruz. Una decisión quedaba en manos de la fortuna y celebrábamos con regocijo (alguno con cierta soberbia) que la suerte estaba del lado de ese rostro que aparecía en aquella peseta.

Las dos caras de esa moneda tienen cierta semejanza con las dos caras de un disco de vinilo. Muchos decían que en la cara B estaba la cruz de las canciones, el relleno, las peores composiciones. Desconozco la realidad de dichas afirmaciones y si las casas discográficas abandonaban a su suerte una parte del repertorio musical o si aquello era una estrategia comercial.

Hablando de música. Llevamos varias semanas escuchando estribillos sobre el emérito, en el que además de faldero y otros adjetivos, dicen que ha sido comisionista de la construcción y ha metido en sus bolsillos millones de euros, cuya conversión a la peseta me resulta complicado calcular. Aprovechando que la cara B del antiguo monarca desafina para unos, y para otros suena a los acordes de un incipiente estado republicano, ayuntamientos de este país han iniciado una campaña de gestos de desprecio al Borbón. Unos han retirado los cuadros del monarca, otros han quitado el reconocimiento en aquel emblemático año 92 y el consistorio gaditano ha eliminado del callejero el nombre de Juan Carlos y se ha apuntado a la moda de la defensa de la sanidad, aunque de las listas de espera ya nadie se atreve a hablar.

He rebuscado en el cajón de las cosas, en ese donde conservo los recuerdos de manera desordenada, pero no he encontrado esa moneda que cambiamos por un euro. La peseta ya no forma parte del ajuar de mi casa, ya no tiene valor ni para la historia de los objetos que posiblemente fueron adquiridos con ella; ni de esos libros que amarillean sus páginas, porque las arrugas en el papel también se tiñen de color. No he encontrado la peseta donde dejé parte del destino en su cara y maldije la cruz que en más de una ocasión también le dio por asomarse.

El emérito fue un día la cara de aquel juego de azar, hoy el apacible ministro de consumo llama al orden a los clubes de fútbol por los contratos que están firmando con empresas del juego. Acaban las noticias de un telediario convertido en diario de sucesos. Unos minutos de publicidad: la suerte de la bonoloto, la primitiva y el anuncio de la lotería de Navidad.

El mensaje navideño del sucesor del emérito será el programa más visto del año. Justicia o injusticia de la fortuna. Pongamos nombre a las calles, pero quién se hace cargo de escuchar antes la cara B.

CON CHANDAL Y A LO LOCO

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Un sábado por la mañana. Un domingo matinal. Un día de fiesta en mitad de la semana. Las familias felices salen a pasear, a recorrer plazas, a buscar una terraza en este noviembre de difuntos porque el sol ha decidido salir radiante. Las familias felices recorren las calles, las avenidas del extrarradio de la ciudad, los parques de una naturaleza artificial. Pasean felices las familias. Los recién casados siguen aún tomados de la mano. Los padres primerizos empujan el carro de un bebé, que llora y llora sin parar, mientras el padre dice que hay cambiarle el pañal, y la madre, de reojo lo mira, y le dice que ya le toca de nuevo comer. La otra familia que se cruza se queda observando al bebé, mientras sujeta a su hijo que pedalea una bicicleta con cuatro ruedas, no se vaya a caer y estampe su cara en el suelo y terminen en el servicio de urgencias de un hospital que está saturado. Otra pareja que ya no se da la mano, se detiene ante la fachada de una vivienda unifamiliar, porque el perro que tira de él, no aguanta la incontinencia urinaria, y levanta su patita y se pone a miccionar.

Todas esas familias felices tienen algo en común: el chandal. Van vestidos con el uniforme de rigor, con un chandal de marca, de una de esas marcas de prestigio que aunque se hayan tejido en cualquiera sabe qué lugar, aquí es el reflejo de que las familias pueden seguir paseando felices en sus mundos. Sin embargo, nadie habla del daño que hace un chandal a las relaciones de pareja; nadie habla de que las familias son menos familia con ese uniforme deportivo; nadie dice que el chandal dominguero es el símbolo de esa rutina a la que algunos quieren acomodar a esta sociedad. Nadie lo dice, pero el chandal es el inicio de cualquier mal final. 

Al otro lado del océano, hace tiempo que algunos dirigentes también cambiaron el uniforme militar por un chandal con los colores de la bandera nacional. Pero eso es otra historia.