EL REMIENDAVIDAS

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Zapatero El rápido


En la puerta cuelga un cartel que dice «Regreso en 5 minutos», pero además debería de tener una nota al pie que dijera: «con derecho a prórroga». Y es que llevo quince minutos esperando, y Rafael no aparece. A decir verdad, lo llamo Rafael, porque Manuela, la vecina que vive justo arriba de la zapatería, ha salido al balcón para regar las plantas, y al verme esperando, con esa sonrisa de una mujer de ochenta años que ya ha visto de todo en la vida, me ha dicho -«seguro que Rafael está en el bar de la esquina»-.

A Rafael, pocos lo conocen por su nombre. O mejor dicho, a Rafael nadie lo conoce por su nombre (salvo Manuela, claro), porque todos lo conocemos por el Remiendavidas. Y es que Rafael (al final, he terminado llamándolo cuatro veces por su nombre), es el zapatero remendón del barrio, el que arregla las suelas de los zapatos a los vecinos; el que recoloca los tacones de aguja a las señoras; el que repara las plataformas que calza Carlota, un griego travestido que vive en la Plaza de la Iglesia, y que llegó aquí huyendo del desamor de un alemán. El Remiendavidas es el zapatero remendón que lustra y da brillo a los zapatos para llevarlos como nuevos a la boda de este sábado, o al bautizo de la niña que ha tenido la hija de Paquita. El Remiendavidas es un soltero que no ha conocido matrimonio, porque siempre repite que no es hombre de una sola mujer.

¡Míralo, ahí viene! Sin prisas, riéndose, silbando alguna canción que solo él conoce. Ahí va saludando a todo el que se cruza con él, levantando la mano a los que desde lejos se le quedan observando. ¡Y ahí lo tienes!, de repente lentifica sus pasos, haciendo ademán de detenerse con María, la dueña de la frutería, la que hace un año quedó viuda, y de la que los rumores dicen…Que digan lo que quieran, porque de rumores hasta yo he muerto más de una vez. 

_ ¡Buenos días, niño!, me dice el Remiendavidas.

_ ¿Buenos días me vas a decir?, ¡la madre que te parió!le respondo sosteniendo esa mezcla de coraje y sonrisa que contengo, porque no quiero reírle la guasa que lleva en su mirada.

Mientras saluda a Manuela lanzándole un beso al aire, el Remiendavidas abre la puerta de su zapatería con un golpe de cerradura, gira el cartel de «Regreso en 5 minutos», y ahora sí que no puedo evitar la risa cuando leo, «Realmente has esperado 5 minutos: mis 5 minutos». Qué más puedo decir del Remiendavidas.

Entro detrás de él. Es un lugar pequeño, tanto que podría ahogarme si tuviera que estar allí más de media hora. En apenas diez metros cuadrados, cientos de zapatos se apilan en las estanterías, otros tantos cuelgan del techo sostenidos por alambres. En tan solo diez metros cuadrados, las botas, los zapatos de charol, unos mocasines de color caoba,… piden a gritos la resurrección, volver a la vida y tener una segunda oportunidad, incluso, una tercera si es necesario. Y es que esta puta crisis se está haciendo notar en todo, porque veo demasiados agujeros en las suelas de los zapatos de quienes caminan delante de mí; o de aquel otro que se ha sentado en la terraza de la cafetería, y al cruzar las piernas, ha dejado al descubierto lo desgastado que tiene el tacón de aquellos Brogues venidos a menos.

Que digan lo que quieran, porque de rumores hasta yo he muerto más de una vez.

Los remaches, el fleje, los martillos, las tenazas, todo se apila en ese desorden organizado. Su caos es nuestro propio mundo, donde se escucha de fondo a un locutor de radio que anuncia la muerte de otra mujer. El olor de los zapatos, de la piel curtida, del cuero agrietado por el descuido de los años; el aroma del betún y de las cremas. Es un lugar donde la nariz se embriaga rápidamente y tardas en escapar de su recuerdo. Y allí se sienta él, detrás de un pequeño mostrador, para volver a su faena de revivir aquellos zapatos, para que de nuevo puedan dejar sus huellas, para que vuelvan a pisar los adoquines de esta vieja ciudad. 

El Remiendavidas me mira y sonríe. De nuevo baja su mirada para seguir introduciendo la lezna en un cinturón y dice que mis zapatos ya están listos. No deja de sonreír y entre dientes, me dice que después de cuarenta años como zapatero, es el único que conoce de las historias y de las huellas de cada vecino del barrio. Que por sus manos han pasado zapatos que conocen lo inconfesable. Que a más de uno, le ha cambiado la suela, para ocultar las huellas que dejó en noches de sexo y alcohol, de amores tránsfugas y de intimidades rotas por el amanecer. Que a otros, le cambió la suela de sus zapatos y les puso la de los señoritos y ricos que viven dos calles más arriba, para así cambiarles la suerte, y que el pudiente vea la cara de la miseria, y el pobre se asome a la abundancia. Que todavía conserva los zapatos de aquellos que nunca más volvieron a recogerlos, porque sabe que alguien vendrá un día a por ellos.

El Remiendavidas levanta su mirada, no deja de sonreír, y entregándome mis zapatos, dice: «quién sabe si ahí llevas tu nueva vida».

DE POSIBLES, POSIBILIDADES A IMPOSIBLES

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No me creo la escena de sofá de Rajoy. Ni la falsa oratoria de un profesor de universidad, que es una mala copia del Sr. Keating. No me creo ese adelanto electoral de una presidenta que lo hace a su voluntad, sin mirar al pueblo en general. Ni me creo a la que se llama comunista, que abandona su partido, en esa puerta giratoria que a muchos les da miedo llamar transfuguismo interno preelectoral. No me creo esa autoetiqueta de servidores públicos, cuando mas parecen que son servidores de su propio interés particular.

No me creo ya nada. Lo siento. A estas alturas, ya no hay remedio. Que nadie venga a venderme falsos mensajes de prosperidad, de libertad y de una democracia que mira al pueblo desde un balcón o desde un escenario. Ya no puedo creer a esos líderes que se esconden detrás de un atril o se rodean de sus acólitos, apóstoles figurantes disfrazados de su falsa esperanza y felicidad.

Nos hicieron creer que todos teníamos posibles en los bolsillos, que los proletarios del mundo eran otros. Nos hicieron creer que habíamos abandonado la miseria y la pobreza, y que nos habíamos convertido en la excelencia del primer mundo, donde los demás se tenían que mirar. Pero el mundo se detuvo. Donde hubo luz, se hizo la oscuridad.

Sin avisar, al día siguiente de aquella fiesta, nos despertamos con una extraña resaca. Todos nos levantamos hablando de una prima de riesgo, una mala pariente que de repente se había colado por la ventana de nuestras casas. Sin avisar, despertamos sabiendo que el FMI, al que muchos confundieron con el FBI, daba las instrucciones a nuestros políticos. Aquellos que se habían comprometido con un programa electoral, con un contrato que todos incumplieron, pero que ninguno se hizo responsable de su falta de lealtad.

Y la vieja Europa, agonizaba sin saber donde mirar. Lo único que sabían decir era que Alemania tenía que asumir su papel principal. Y más de una sonrisa se escondía en esos despachos de poder. Quizás los teutones rememoraron ese deseo de ser los dueños de esta Europa descabezada.

De tener posibles en los bolsillos, regresamos a la miseria. Nos dijeron que habíamos vivido por encima de nuestras posibilidades, y comenzamos a vivir como en aquella época de la posguerra. Y ahí se encuentran Rafael, Julia, José, Agustin y Serafina, sentados en el sofá. Todos en silencio frente a la mecedora donde descansa Doña Matilde, la matriarca, la que con su pensión esta ayudando a todos a salir adelante.

Al final, y espero que éste no sea el final, lo que está ocurriendo es que en este imposible social, son los padres y los abuelos, los que nos trajeron a este mundo, los que están haciendo un imposible. Están sobreviviendo por encima de sus posibilidades, y todo, por hacer que sus descendientes tengan algún posible en el bolsillo, para poder llevarse algo a la boca.

¿Y a eso llaman vivir por encima de sus posibilidades?