Aquel último sábado del mes de febrero amaneció sin nubes, más cálido de lo normal, parecía que la primavera quería asomarse a un invierno más frío de lo habitual, más triste y silencioso. Aquel día parecía diferente, el correteo de niños disfrazados era incesante y las coplas de carnaval que se escuchaban de fondo, traían una alegría a las calles que parecía haber desaparecido.
Sentado en un banco, aprovechando aquellos rayos de sol, me encontraba ojeando el periódico, las noticias se habían vuelto en las últimas fechas en un cúmulo de sucesos, de alertas, de contrasentidos. Junto a un artículo que hablaba del hambre en el Cuerno de África, había un anuncio de una entidad financiera, en fin…. Pero una noticia que me llamó la atención, en una ciudad andaluza se había producido un enfrentamiento entre diferentes colectivos, de origen chino, africano y español, por el uso de una plaza pública con ocasión de la celebración del nuevo año chino. Los sucesos terminaron con varias personas en el hospital y diversos detenidos.
A escasos metros de donde me encontraba, dos niños de apenas un año de edad estaban dirigiéndose sonidos, unos balbuceos que imitaban a una extraña forma de articular palabras, que los mayores desconocemos, pero que para ellos era su forma de comunicarse, parecían entenderse con total normalidad, mantenían una conversación en su leguaje, en sus gestos, se reían, estaban disfrutando de aquel momento, se les veía felices. ¿Qué se estarían diciendo?
En aquel momento tuve que dejar el periódico, no alcanzaba a comprender que está pasando y me pregunté si los pequeños eran capaces de comunicarse y entenderse, por qué a los mayores nos cuenta tanto entendernos y comunicarnos. Qué nos ocurre realmente para que no podamos conseguir solucionar los problemas con las palabras, por qué no escuchamos, por qué no aprendemos a aceptar a los demás…
¿Quizás será que no aceptamos y comprendemos a los demás porque realmente no nos aceptamos y comprendemos a nosotros mismos?