La silueta deforme

Era el segundo viernes del mes de mayo y el reloj del ayuntamiento anunciaba que era las doce de la mañana. El alcalde del pueblo, acérrimo europeísta -decía el-, quería celebrar el día de Europa y había encargado al relojero del consistorio que programase aquel viejo reloj para que durante todo el mes sonara el himno de la Alegría cuando llegase la hora del mediodía. De fondo, y al unísono, se escuchaba también las campanas de la iglesia mayor. Las beatas del pueblo acudían a su hora al rezo del ángelus, y las palomas, que se posaban en el campanario, permanecían inmóviles ante aquellas campanadas. Los más viejos del lugar decían que aquellas palomas se habían vuelto sordas o que realmente estaban escuchando la voz de Dios.
Abrí lentamente aquella enorme puerta de madera. No quería llamar la atención de los vecinos de la casa, sabía que mi presencia provocaría un gran revuelo y, asustados, avisarían a mis padres si me veían salir al exterior. Hacía dos años que no pisaba aquella calle, en la que nací, en la que de pequeño corría de esquina a esquina jugando a la pelota, sin miedo a nada, sin peligro, apenas pasaban dos o tres coches cada día. Dos años sin salir de aquella casa, sin pisar  aquellos adoquines colocados de forma irregular, que habían visto caerme y «desconcharme» la rodilla. Desde mi ventana sólo podía ver la puerta de dos casas contiguas a la mía, y aquellas jóvenes que a diario pasaban frente a mi ventana y se abrazaban y reían al verme, eran completamente desconocidas para mí. Dos años encerrado por su culpa,… o por mi culpa, por mi voluntad, pero con mi voluntad robada, de no querer saber que pasaba en el exterior, qué había en ese mundo tan cercano y tan lejano.
Cuando asomé la cabeza por aquella puerta sólo vi una pareja de novios cogidos de las manos y un pequeño que correteaba a su alrededor. Hacía calor, quizás demasiada para la fecha, el verano parecía haberse adelantado en una primavera lluviosa y fría. Mis piernas comenzaron a temblar, no las sentía, noté un sudor frío en la frente y mis ojos se abrieron intensamente, en una mezcla extraña de miedo y curiosidad y mis manos, sudororas, las frotaba en los pantalones buscando secarlas rápidamente.

Había llegado el día. Aquella mañana quise enfrentarme solo y no avisé a nadie, miré hacia atrás, buscándola con una insoportable ansiedad y…, allí estaba. Era como la recordaba, oscura, impasible, inquietante, con su silueta deforme, tenebrosa.  Cerré los puños con fuerza, las uñas se me clavaron en las palmas de la mano, pero volví a mirar al frente, tomé fuerza y continué mi camino. Comencé poco a poco a no prestarle atención, a ignorarla, había sido protagonista de mi vida, se había apropiado de ella y no quería que aquel recuerdo volviera a apoderarse de mí. Aquella silueta me destruyó.

El día, el sol, la luz, se convirtieron en sus fieles aliados. Les ayudaron a negar mi presencia, a atemorizarme, consiguieron anular mi vida. Pero aquella mañana me enfrenté a ella, a su constante presencia, a su compañía silenciosa, a su imagen oscura de día. Desde aquel día caminamos juntos, apenas nos separamos unas horas y mi sombra, con su silencio, es ahora mi fiel compañera.

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