Fabricado en China/Made in China. 100% algodón/100% cotton. Fabricado en Vietnam/Made in Vietnam…este tiene un 40% de polyester. Mira atento. Lee con detenimiento que se puede lavar en la lavadora, con agua caliente y que no supere los 30º. Con la plancha ten cuidado, no vaya a ser que la dejes mucho tiempo y quemes la prenda o le dejes algún cerco, para que al final te veas de nuevo en el probador, con otra camisa u otro pantalón. Pero este último es de otro modelo, porque ya lleva unos meses descatalogado.
En la etiqueta, en letras de tamaño de no sé cuantas pulgadas, toda esa información para que el consumidor encuentre protegido sus derechos, y sepa que ese artículo lo puede utilizar sin menoscabo de sufrir un disgusto, porque no vaya a ser que las prendas en cuestión hayan encogido su tamaño y queden al final para vestir a una banda de pitufos. Sigo leyendo la etiqueta. Letras negras sobre blanco. O lo peor, palabras en blanco sobre un trasfondo pintado de negro. Me recompongo las gafas sobre la nariz. A mis cincuenta años la vista está cansada y, ahora, me ha dicho el oftalmólogo, al que alguna vez llamé mi oculista, que ese cansancio se ha encontrado con unas cataratas que apenas me dejan ver, porque para mirar no me dejaron aquellas lágrimas que ya cayeron y que nadie jamás habían visto.
He llegado a casa. La jornada ha terminado. Hay que quitarse el disfraz de proletario, obrero, oficinista, o pequeño burgués de una sociedad sin clases, pero en la que vivimos clasificados. Voy quitándome la ropa. El jersey, la camisa y una camiseta interior. El frío hace estragos estos días y hay que evitar que el cuerpo pierda su propio calor. Los pantalones cuelgan ya sobre el galán de noche, porque de día, de día pierde su galantería. De nuevo sigo mirando las etiquetas de todas las prendas. Creo que sufro los efectos del jet lag, que nos dejan a todos con esa cara de no estar en este mundo, de seguir en el aire volando, sin paracaídas que nos ayude a descender a la realidad.
No existe sarcasmo en estas letras. Ninguna de ellas se adornan de ironía. Porque con la esclavitud no se ironiza ni se juega al sarcasmo cuando pienso a lo largo del día que, en este planeta, existen seres humanos con los ojos rasgados o la piel tintada de otro color, que sentados detrás de una máquina de coser de los años pum catapum chimpum, bajo las aspas de los ventiladores que cuelgan de los techos como helicópteros que recuerdan a que el Tio Sam todavía sobrevuelan sobre ellos y, con un 100% de humedad en el ambiente, se encuentran en eso que aquí llamamos trabajando, porque no das pudor llamarlos que son unos esclavos. Y todo, por proteger los falsos derechos de los consumidores de este mundo occidental, a los que nos resultan indiferentes los derechos de ese otro mundo al que miramos con recelo, porque es un problema que ni de cerca a cada uno de nosotros nos parece que debe tocar.
Por cierto, me acabo de poner el pijama y, antes de entrar en la cama, he mirado la etiqueta. 100% algodón/100% cotton. Al final he terminado aprendiendo inglés y antes de cerrar los ojos me sentiré que no soy responsable de lo que ocurre en el mundo. O sí.
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