HA CALLADO LA SOLEDAD

 

PREMIO NOBEL DEL AMOR

Dicen que tengo los mismos ojos de mi abuelo. Y sin embargo, nadie dice que tenga la misma mirada que la suya. Es algo que siempre he comprendido, porque es imposible que pueda tener la mirada de aquel hombre de setenta años que cada tarde, a la misma hora, se sentaba en una pequeña sala del Museo del Prado. Una sala sin cuadros, fría, casi en penumbra, con una luz tenue que entraba por una claraboya y que iluminaba la única obra de arte que permanecía en la soledad de aquel lugar. Las curvas perfectas. Los muslos y la espalda voluptuosas. Unos brazos tersos, los hombros amplios, y un rostro que escondía la piel blanca, suave y fría de aquella escultura de mármol. Tumbada sobre unas sábanas blancas, de espalda a la puerta, ocultaba su belleza de la muchedumbre, llena de timidez. No supe como se llamaba aquella mujer y ahora con el paso del tiempo aún desconozco las letras que se ocultan detrás de aquella figura que permaneció escondida por tanto tiempo.

Cada tarde, a la misma hora, me sentaba allí junto a mi abuelo, en silencio, observando aquella mujer. ¡Mírala!, ¡mírala por mí, hijo!-  me decía con su voz suave. Observa su piel, ha sido acariciada por la fuerza del agua.– me repetía. No hay una mujer tan bella en toda la tierra.- la voz se le rompía de la emoción. No pasaba una tarde que los ojos de mi abuelo no se llenaran de lágrimas, que no dejara perdida su extraña mirada en el infinito, porque en el vacío, él nunca dejó reposar sus ojos.

Apoyado sobre el bastón, con las manos quemadas por el sol, él me hablaba de ella. De la soledad de aquella escultura. Del sueño que tuvo una noche, donde la lluvia fue el único sonido que acompañó a las palabras que se dijeron en silencio. De como esa noche, ella pronunció por primera vez su nombre, haciéndole jurar que nunca lo revelaría. Y de como aquella noche, mi abuelo se entregó al amor de ella, y despertó de una muerte que él había tenido en vida. Como cada tarde, me hablaba en voz baja, pensaba que ella dormía plácidamente, y que sólo cuando él pudiera besar sus ojos, la despertaría de su soledad.

El silencio de aquella sala me está volviendo loco. Ha pasado una semana y esta tarde me he sentado solo frente a ti. Me he quedado observando tu espalda, he recorrido con mis ojos cada línea de tu piel. ¡Maldita seas!, ¡no me dices nada!, ¿sólo le hablabas a él? Sigues callada, impasible ante mi dolor y ni siquiera tus ojos se fijan en mí. ¡Pareces que solamente fueras suya! Me he levantado y acercado a ti. Te he mirado a los ojos. ¿Sabes? Fuiste la última imagen que mi abuelo guardó en su retina antes de quedarse ciego. Y desde ese instante, cada tarde quiso estar a tu lado, porque siempre tuvo la esperanza de que sus ojos volvieran a ver y quería que fueras tú, lo primero que su mirada se encontrara una vez que le abandonara la oscuridad.

Siempre pensé que los ojos de mi abuelo sólo apreciaban la oscuridad, pero comprobé que él tenía una forma diferente de mirar. Hoy he descubierto que buscando el corazón de esa escultura, terminó encontrando su alma. Y por él he besado tus ojos y ha callado por fin la soledad.

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