_ ¡Lesbiana, tortillera, bollera! ¡Ojalá te mueras de hambre y tu negocio se pudra!
_ ¡Mierda!, ¡eso es lo que eres, una insolidaria!
Una semana lleva retumbando en mis oídos estas palabras, siete días de calvario en una soledad maldita, encarcelado en las paredes de cada letra que salió de mis labios.
Hace una semana María estaba en las puertas de su bar, callada, cabizbaja, con la mirada perdida en el suelo, perdida en la distancia de aquella estrecha callejuela. Siete policías nacionales estaban junto a ella, en silencio, expectantes, sin ademán de moverse, como escudos soportando aquellos gritos, aquellas voces que nacieron de un odio espontáneo, sin causa. De la boca de María no salió palabra alguna, contuvo un silencio aterrador, y de la comisura de sus labios se desprendía un intento liviano por comenzar a llorar, pero no soltó una lágrima. Y en sus ojos…. la tristeza, el dolor,…un dolor insufrible provocado por aquellas malditas palabras hirientes.
María no quiso secundar la huelga general, los que estuvimos allí no supimos porqué ese día decidió abrir su negocio, no la dejamos hablar. Ese derecho suyo fue humillado por nuestro derecho a un insulto, a una expresión grotesca y ultrajada de la palabra, al apuñalamiento de una persona mediante letras instigadoras.
Y allí estaba yo, entre el grupo, gritando, escondido entre unos manifestantes informadores,…Informadores de qué, me pregunto, ¿del odio irracional?, ¿de la barbarie de la condición humana? Allí me encontraba, en aquel piquete informativo para querer explicar porqué motivo había que secundar aquella huelga general, porqué la calle tenía que ser tomada por los ciudadanos. Y allí permanecí, encapuchado, ocultando mi rostro, no quería que me reconocieran, que supieran quien era; gritándole a María aquellas palabras insidiosas a su persona, sin saber quien era esa mujer, quien era aquella desconocida.
He amanecido con una enorme lágrima en cada ojo, que cubre mi visión, pero que me sirve para limpiar mi mirada. Ha pasado una semana y los días no han tenido el color del arco iris, han sido días grises, oscuros, llenos de tristeza y vergüenza. Y hoy salir a la calle me aterra, pero debo enfrentarme a mis miedos, a mis temores, hoy debo confesar la verdad, hoy debo pedir perdón a María.
He entrado en su bar, temeroso, sonrojado, y allí está María sirviendo unas copas a las parejas que están en la barra. Con una sonrisa tímida, casi inapreciable, me ha mirado y me ha dicho _buenas tardes-. Mi mirada no encuentra escapatoria, no halla salida a esta situación y en voz baja y temblorosa, le saludo sin apenas hacerme oír. Al acercarse al extremo de la barra donde me he colocado, mis únicas palabras _lo siento, perdóneme,…perdóneme el dolor que le hice-.. María me ha tendido su mano, ha acariciado mi rostro y con su mirada y su silencio me ha perdonado por aquellas palabras que hace una semana le dije.
He vuelto a casa y allí se encuentran mis padres, sonrientes, felices y llenos de orgullo. Hoy, cuando cumplo quince años, en esta adolescencia cambiante, les he confesado mi homosexualidad y he sido perdonado por María.