UNA FUGA DE CEREBRO PRESUNTAMENTE

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Estaciones de autobuses, estaciones de tren, aeropuertos. Siempre me han parecido buenos lugares para observar la vida. Para mirar a la gente, a los desconocidos,  y a quienes de repente desnudan su privacidad sin rubor ante el resto de pasajeros que allí se congregan, para bajarse o subirse a esos autobuses, a esos trenes o a esos aviones que despegarán con algún retraso, pero no precisamente causado por un abrazo o un beso que no quiere poner fin a aquel instante. Es parte de la vida.

Las idas y las venidas. Los encuentros y los reencuentros. Las despedidas. Los hasta pronto, los adioses y los gritos de un hola se mezclan con los abrazos y los besos. Con las frías lágrimas de la tristeza y las cálidas de la alegría. Los regresos al hogar, la vuelta a casa, algunas veces para siempre, en otras ocasiones por un tiempo. Una marcha hacia lugares donde se ignora si las raíces sabrán sujetarse a esa otra tierra que será el nuevo hogar, para siempre, o de manera temporal. Es parte de la vida.

El mes de julio está escribiendo sus días finales en las hojas de un calendario que volverá a ver cómo pasan los meses sin que el tiempo se detenga. El mes de julio se va acabando, en este extraño estío de olas de calor en una parte de España que se derrite, mientras que en la otra, parece una primavera prolongada o hasta un otoño apremiante. Los andenes, las estaciones, las salas de espera de los aeropuertos volverán a llenarse de gente, de desconocidos, y de algún famoso que se cubre la cabeza y oculta tras una gafas de sol para ser uno más de esos que están de tránsito de un lugar a otro. Es parte de la vida.  

De reojo miramos ya al mes de agosto. La cápsula de un mes donde la máquina deja de funcionar. Las rutinas, los horarios, las prisas de lo cotidiano, para convertirlas en las prisas por hacer que el tiempo se detenga. Pero el tiempo no se detiene. En aquellos lugares de tránsito, en aquellos cruces de camino, los desconocidos arrastrarán su maletas, correrán, mirarán hacia atrás, se abrazarán, se besarán, y mientras sujetan con fuerza sus móviles, por aferrarse a algo, a todos esperan su nuevo destino. Es parte de la vida.

Y mientras que todo esto sucede y sucederá, los cerebros de este país siguen enjaulados en sus soberbias, en sus tramas de poder, en hacernos ver que lo cotidiano es la ineficacia y la irresponsabilidad, y que para llegar al lugar donde están, lo único que vale es la hipocresía, el cinismo y la falta de vergüenza.  Y mientras todo esto sucede y sucederá, lo único que me pregunto es por qué un niño de diez años es apuñalado por un padre, que no ha permitido que llegue el día en el que se suba a un autobús, a un tren, o a un avión. Esto no debería ser parte de la vida.

LA MAR LO SABE

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Te confieso que tengo miedo a esas dos palabras que viven entre signos de interrogación. Tengo miedo a no encontrar una respuesta a lo que no debería ser una duda. Tengo miedo, sí. Miedo a ese ¿te acuerdas?, que sobrevuela nuestro último encuentro. 

En ese te acuerdas, sobrevivimos al pasado al que muchas veces no queremos acudir, pero que siempre nos salva de un presente que nos atrapa. En ese te acuerdas, creemos que los recuerdos son simples momentos que forman parte de un tiempo olvidado, pero que descubrimos que son la esencia de nuestra supervivencia. En ese te acuerdas, se encuentran las mañanas en las que muchos vuelan sus cometas en la playa para dejarse llevar por el viento, mientras otros izan la velas de su barco para echarse a la mar. En ese te acuerdas, llegan las noches donde muchos miran a las estrellas, mientras otros se sumergen en el fondo del mar para acariciarlas.

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En ese te acuerdas, las gaviotas de Alberti se arremolinan en las redes que se tejen cada tarde entre versos y que a media mañana regresan al muelle de levante. En ese te acuerdas, el Vaporcito se hace dueño de la bahía entre cuartetas y al ritmo del tres por cuatro.  En ese te acuerdas, muchos caminan por la orilla con la esperanza de encontrar una botella con un mensaje en su interior, mientras nosotros recorremos cada mañana la arena mojada buscando aquellas caracolas para llevarnos su sonido a casa. En ese te acuerdas, solo la mar lo sabe, sabe que la vida continúa cuando nos asomamos para ver la luz del atardecer.