LUNES DE VENDETTA

Lunes de vendetta


«…me olvidé que la lluvia de ideas es tan poética que nadie quiere llamarla en castellano.»


Maldito lunes. Lleno de pereza. Maldito lunes que nos devuelve a la rutina. Nadie lo quiere. Maldito lunes que llega para vengarse del efímero festín de sábados y domingos de cervezas, vinos, bares, terrazas, paseos y sofá. Todos proclaman el hartazgo y la apatía al primer día de la semana. Maldito lunes que viene para acabar con la felicidad inventada de un capitalismo de cuatro monedas en el bolsillo y gafas de sol sin graduar. Indeseado e insoportable.

No sabía cómo bautizar esta sección. No tenía claro qué nombre ponerle a esta nueva aventura que nace con la intención de ver cada lunes la luz. No era una tarea fácil. No. Y menos aún cuando no se cuenta con asesores ni agentes ni publicitarios ni especialistas en mercadotecnia. Pero recordé eso que llaman brainstorming y me olvidé que la lluvia de ideas es tan poética que nadie quiere llamarla en castellano.

Sobre la mesa había un papel en sucio, que es una forma poco elegante de decir que la hoja ya no se encuentra inmaculada y ha sufrido los designios de un fracaso. Tachones, borrones, subrayados. Aquel texto había sufrido el ojo censor de su autor. Es posible que ese papel escondiera las palabras de un melancólico blue monday de una cuesta de enero. Cuando lo vi, apartado, casi abandonado, en ese lugar que vaticinaba el desprecio de una papelera, pensé que nunca es tarde para darle una nueva oportunidad y que formara parte de esta historia a su manera.

Comencé.

Lo de los lunes al sol ya me parecía tan tópico y recurrente que aburre a cualquiera. Lo descarté.

En fechas de don carnal, pensé que quedaría muy gaditano eso de los lunes de carnaval. Pero seré honesto, uno carece del talento de los autores de las letras de esta fiesta que es capaz de enredarme como muy pocos conocen. Me queda mucho por aprender, así que lo dejé para mejor ocasión.

En los escaparates de algunos comercios se asoma la primavera con esos trajes de flamenca y faralaes y pensé que en mi tierra, el lunes de resaca es un buen momento para descansar de la fiesta. Pero también lo rechacé porque es posible que ese día me lo tome de vacaciones.

Continué.

Anotando nombres en los márgenes sin espacio de esa hoja maltrecha, lo único que se me ocurrió es que el lunes es el mejor día para recuperar la venganza. Venganza no contra los demás, sino frente a uno mismo.

Venganza. Palabra despreciada porque representa el animal que llevamos dentro. Venganza que todos escondemos. Venganza porque el ser humano necesita ser justiciero en algún momento de su vida.

No es cuestión de exculpar a esta palabra, pero tampoco se merece el vilipendio. Así que me dejaré llevar por la verbena de un ojo cíclope sobre lo que nos rodea y todos los lunes ejerceré el legítimo derecho de usar mi propia vendetta.

El lunes nos vemos.

 

LAS REJAS DE UNA BOFETADA

20130205-172929.jpgLas cuatro de la madrugada. A la noche le queda aún algunas horas más por recorrer. Por mucho que miramos el reloj, uno que está colgado en la pared junto a un cartel con la fotografía de cinco desconocidos, el tiempo parece haberse detenido. Aquellas tres agujas apenas avanzan. La espera se vuelve eterna dentro de esa esfera. Las manecillas golpean de manera pausada cada instante, lo hace en ese martilleo continuo, como ese punzón que se clava en la piel, dejando una huella que a estas alturas de la vida ya no se borrará jamás.

Han transcurrido ya cinco horas desde que nos sentamos en estas sillas blancas de plástico. Frías, sucias. Varios nombres aparecen grabados. Aquí no existen corazones, ni declaraciones de amor. Por este lugar no aparecen flechas de cupidos que hayan lanzado. Aquí, esas puntas de dolor son de navajas que han tallado de rabia esos nombres, de alguien, que alguna vez, pasó por aquí. Carmen, Luisa, José. Justicia, libertad, venganza, miedo.

El silencio de la sala de espera apenas queda roto por una conversación que se oye al otro lado de la pared, y por las agujas de ese maldito reloj que parece no correr. Ambos nos miramos sin decir una palabra. Ya llevamos juntos el tiempo suficiente como para saber que estamos pensando el uno y el otro. Sin embargo, ninguno de los dos encontramos una explicación a esta situación. Qué podemos decirnos. En nuestros ojos no cabe reproche alguno, pero si brota un aire de culpa. Nuestras manos se quieren acariciar, en ese intento de decirnos algo que nuestros labios no son capaces de expresar. Me he levantado, quiero dar unos pasos en aquella pequeña sala de espera. Ella sigue sentada, así lleva desde que llegamos. Apenas levanta la cabeza, su mirada permanece perdida en algún momento, buscando quizás dónde se halla nuestro error. Permanece callada y sólo una palabra sale de sus labios: Ojalá.

Sólo han pasado diez minutos y se oyen unos pasos. Al fondo del pasillo se escucha una voz. Es un tono grave, no ha titubeado en ningún momento. Aquel silencio ha quedado roto por esa voz y por el sonido del timbre de una llamada de teléfono. Me ha llamado por mi apellido. He olvidado mi nombre. Abre la puerta y asoma la cabeza, entra en la sala y se sienta a nuestro lado. Podría ser nuestro hijo. Aunque sus sienes ya se han poblado de canas y alguna arruga se aprecie en la frente, no lo es. Él no lo es.

Las dos tazas de café que nos trae humean. Permanece sentado a nuestro lado. No habla, sólo nos mira. Su mano se ha posado en mi hombro. Siento como sus dedos presionan levemente mi brazo. Sabe calmar la tensión de ese momento. – Intenten descansar, hasta mañana no podemos hacer nada más-, nos dice. Mi esposa rompe a llorar y de su boca de nuevo la misma palabra: Ojalá.

El reloj sigue detenido en esta noche que se hace demasiado larga en el tiempo. Y los dos lloramos. Lloramos sin parar. ¿Cómo corto esas rejas?, me pregunto, en las que nos ha atrapado las bofetadas que nuestro hijo dio a su mujer. Y entre lágrimas, sólo pronunciamos una palabra: Ojalá.

Porque ojalá pudiera volver el tiempo atrás. Ojalá pudiera saber qué hicimos mal. Porque mañana cuando escuchemos decir ojalá se muera ese maldito, será nuestro hijo el que pierda su libertad, y nosotros quedemos atrapados en esos otros barrotes que él nunca debió levantar. Ojalá todo fuera una pesadilla, y que sea la noche la única que sepa hacer que todo esto se pueda olvidar.

DE PUNTA FINA

 

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Llovía. Las tormentas habían dejado de escucharse hacia un rato. En la calle, detrás del visillo de la cortina, anochecía. Los relámpagos habian desaparecido. Los destellos de luz que se veían en el horizonte, ahora se habían cambiado por las luces azules de tres coches de policía que se encontraban dos plantas más abajo. Los cristales de las ventanas crujían por el viento. El sonido de las sirenas habían dejado de sonar y ya sólo se escuchaba la lluvia y la aguja de un tocadiscos deslizándose por el final de una canción, que no se sabía cuando había terminado de sonar. Las cuarenta y cinco revoluciones de aquel disco de vinilo se habrían querido convertir en treinta y tres. My Way de Sinatra había llegado a su final. Una buena banda sonora para aquel instante.

El sargento Ramírez no quiso subir por el ascensor. Su corazón ya le había avisado alguna vez. Por su chaquetón negro de cuero se deslizaban las gotas de lluvia. Al llegar al rellano de entrada al piso, se lo quitó y lo dejó en el pasamanos de la escalera. El sombrero de Fedora se lo dejó puesto. Ramírez  fue el último en entrar en la casa.  Poca cosa, señor, le dijo uno de los hombres que estaban uniformados. El sargento miró por encima de sus gafas hacia un lado y otro de aquel salón. La oscuridad del exterior ensombrecía aún más el interior del piso. No encendáis la luz, ordenó. Su voz estaba rota por una gripe que había tenido la semana anterior.

De repente, la melodía de un móvil se escuchó rompiendo el silencio de la casa. El sonido venía de la cocina. La carrera de uno de los policías por llegar a tiempo para contestar a la llamada. No le dio tiempo a descolgar el teléfono. Un número oculto, señor, le dijo otro de los hombres uniformados. ¡Averigüe quién es, dígame quién ha llamado!, dijo el sargento, mientras su mirada perdonaba la vida de aquel agente que aún no llevaba el arma en la cintura.

Ramirez se quedó inmóvil por un instante. Bajo la luz tenue de una lámpara de sobremesa, un cigarro descansaba en el cenicero. Humeaba. Un  hilo fino ascendía lentamente, dejando en el aire su olor. Las cenizas eran rescoldos de ese fuego letal. La pantalla del ordenador estaba apagada, pero el portátil aún permanecía encendido. Una luz roja parpadeaba con rapidez. No se detenía. Y a cada instante que pasaba, parecía que lo hacía a más velocidad. Había que detener aquella luz intermitente. Todo dependía de pulsar una tecla. ¡Pulse, rápido!, le dijo el sargento Ramírez a uno de los agentes uniformados. La pantalla del portátil se volvió a iluminar. De nuevo regresó a la vida, después de permanecer latente, en ese estado de hibernación artificial.

La pantalla del ordenador iluminó todo el salón, descubriendo junto a él, a un cuerpo ensangrentado. Aquella escena hizo que algún agente rompiera a llorar. Otro, incluso salió fuera de la casa para vomitar. En la pantalla, dos palabras. Mensaje enviado. En la bandeja de salida del correo, un mensaje acababa de ser enviado. Una carta estaba en ese instante viajando a otro lugar y a su lado, estaba él, desangrado, con su última gota de sangre a su lado.

Aquel bolígrafo de punta fina descansaba desangrado sobre el escritorio, sobre un papel en blanco, junto al ordenador que lo había asesinado. Hacía unos días que había dejado escrito sus últimas palabras y sus últimas gotas de sangre ya habían cuajado.

DEP