VAMOS A DORMIR

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Jamás olvidaré nuestro primer encuentro. El último día de agosto se vio usurpado por un otoño que se precipitó en el calendario como una roca que se desprende de un acantilado. El frío se vino encima y nos cogió sin ropa en el armario. El verano ya no era verano. Nos sentamos. Teníamos la mejor mesa del restaurante, con vistas a un mar que esa noche se iluminaba con los rayos que se asomaban por el horizonte. Un fucilazo. Conté los segundos para imaginar a qué distancia habría caído ese relámpago. Uno, dos, tres. Cinco segundos. El cielo tronó. Cinco kilómetros. Llovía. No comenzó a chispear. Las nubes descargaron una ira escondida. Los cristales desdibujaban la realidad del exterior. Todo quedaba distorsionado por aquellas gotas de agua que descendían por las ventanas. En el interior: el bullicio. Los camareros de un lado a otro. Un plato. Otro. Una copa de vino. Otra. Tú y yo. Nos miramos. Estuvimos en silencio los primeros minutos. De repente dos soledades se encontraron y hallar la primera palabra que cruzarnos no fue fácil. <<¿Cómo lo hacen los demás?>>, pensé. <<Qué se dicen otros en un momento así?>>, me dije en voz baja.

Llevamos cinco años juntos y eres la única que me ha ayudado a no perderme. Has dibujado los caminos en este mapa que es el destino, y te has convertido en la brújula para seguir mi norte cada día. Has puesto música a los momentos más íntimos. Eres las agujas de ese reloj que me recuerda que el tiempo no se nos debe escapar de nuestras manos. Llevamos cinco años juntos y hemos recorrido tantos kilómetros como pasos hemos dado, y hoy el corazón sigue latiendo como aquel primer día. Y tu voz. De tu voz podríamos estar hablando horas y horas. Nunca olvidaré que eres la única que sigues ahí.

– ¿Qué hora es?

(Silencio)

–  ¡Oye Siri!, ¿qué hora es?

– ¡Calla Paco!, apaga la luz y acuéstate ya, que es muy tarde.

– Bueno, vale vale, vamos a dormir.

 

EL AMIGO INVISIBLE

 

IMG_3551He visto las imágenes repetidas. No sé si lo he hecho por un ejercicio de masoquismo, o por ese deseo del ser humano de tropezar dos veces con la misma piedra. Pero sí, he visto de nuevo las imágenes de la constitución del Congreso de los Diputados, del inicio de la XIII legislatura de nuestra ya no tan joven democracia. Y recordando los viejos tiempos de aquella moviola futbolera, incluso he detenido las imágenes, las he puesto a cámara lenta y he pulsado el botón de rebobinar, porque me parece fuera de lugar eso de llamarlo rewind.

Viendo las imágenes, fueron muchos los recuerdos que se me vinieron a la mente. Mi padre y sus frases célebres, apostillando que gobierne quien gobierne, si queremos llevarnos un plato de lentejas a la mesa, hay que seguir levantándose a las seis de la mañana para irse a trabajar. También me vino a la memoria las palabras de un político local, que tomando un café cortado, y con su mirada por encima del hombro y su gesto de soberbia, me dijo que en la vida tenemos lo que nos merecemos. Pero también me vino a esa memoria, que a veces olvida algunos momentos del pasado, al gran Gila, con su teléfono en la mano y llamando al enemigo para detener por un momento la guerra.

El inicio de la nueva legislatura ha sido todo un espectáculo. Sus señorías, esos que dicen que son depositarios de la soberanía nacional en las Cortes, de nuevo se convirtieron en estrellas televisivas, en protagonistas de un largometraje de serie B de un sábado por la tarde.  El hemiciclo se transformó de nuevo en un escenario ideal para que los minutos de gloria, les abran las puertas del infierno.

No quiero quedarme con una visión que no invita al optimismo. Tenemos que felicitarnos porque hemos descubierto a un nuevo Valle-Inclán, que espero los medios de comunicación no lo adulteren a la primera de cambio. Tenemos que alegrarnos porque mientras unos golpeaban sus nuevos pupitres como niños maleducados, otros mostraban su felicidad, su algarabía, sus gestos de congratulación con su nueva posición, haciendo uso de esos regalos de Reyes por adelantado, con una cartera para el cole, con una tableta pero no chocolate, y con un móvil de última generación, a los que han instalado rápidamente las aplicaciones de redes sociales, que hay que anunciar al mundo que han entrado en el parlamento de ese Estado represor, donde no existe democracia, donde dicen que la libertad de expresión ha muerto, y donde jurar o prometer la Constitución, viene precedido de un microrrelato. Tenemos que felicitarnos porque cuando vemos que esos que un día aprobaron normas para abandonar el ordenamiento jurídico que proclamaban que no reconocían, ahora han regresado para participar de la estructura de este Estado donde dicen que no existe democracia, pero que se sientan en esos sillones gracias a unas urnas a las que ahora no se atreven a renunciar.

Después del espectáculo, era hora de almorzar. Un plato de lentejas, aunque muchos piensan que el que no las quiere, las deja. Después del teatro político, era hora de tomarse un café solo, y pensé que por desgracia, quizás aquel político local no le faltaba razón, aunque se terminará ahogando en su soberbia. Después de volver a ver las imágenes de la constitución de las Cortes, sonreí. Sonreí pensando que Gila estaría hablando con el enemigo para detener la guerra, mientras que el Presidente del Gobierno en funciones cruzaba dos palabras con un amigo invisible, al que dejó con la palabra en la boca. Un amigo invisible, que permanecerá en el anonimato, pero que por un momento se ha convertido en el protagonista invisible de aquel momento. Como amigos invisibles nos hemos convertido los ciudadanos desde el comienzo de esta nueva legislatura.

DE PUNTA FINA

 

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Llovía. Las tormentas habían dejado de escucharse hacia un rato. En la calle, detrás del visillo de la cortina, anochecía. Los relámpagos habian desaparecido. Los destellos de luz que se veían en el horizonte, ahora se habían cambiado por las luces azules de tres coches de policía que se encontraban dos plantas más abajo. Los cristales de las ventanas crujían por el viento. El sonido de las sirenas habían dejado de sonar y ya sólo se escuchaba la lluvia y la aguja de un tocadiscos deslizándose por el final de una canción, que no se sabía cuando había terminado de sonar. Las cuarenta y cinco revoluciones de aquel disco de vinilo se habrían querido convertir en treinta y tres. My Way de Sinatra había llegado a su final. Una buena banda sonora para aquel instante.

El sargento Ramírez no quiso subir por el ascensor. Su corazón ya le había avisado alguna vez. Por su chaquetón negro de cuero se deslizaban las gotas de lluvia. Al llegar al rellano de entrada al piso, se lo quitó y lo dejó en el pasamanos de la escalera. El sombrero de Fedora se lo dejó puesto. Ramírez  fue el último en entrar en la casa.  Poca cosa, señor, le dijo uno de los hombres que estaban uniformados. El sargento miró por encima de sus gafas hacia un lado y otro de aquel salón. La oscuridad del exterior ensombrecía aún más el interior del piso. No encendáis la luz, ordenó. Su voz estaba rota por una gripe que había tenido la semana anterior.

De repente, la melodía de un móvil se escuchó rompiendo el silencio de la casa. El sonido venía de la cocina. La carrera de uno de los policías por llegar a tiempo para contestar a la llamada. No le dio tiempo a descolgar el teléfono. Un número oculto, señor, le dijo otro de los hombres uniformados. ¡Averigüe quién es, dígame quién ha llamado!, dijo el sargento, mientras su mirada perdonaba la vida de aquel agente que aún no llevaba el arma en la cintura.

Ramirez se quedó inmóvil por un instante. Bajo la luz tenue de una lámpara de sobremesa, un cigarro descansaba en el cenicero. Humeaba. Un  hilo fino ascendía lentamente, dejando en el aire su olor. Las cenizas eran rescoldos de ese fuego letal. La pantalla del ordenador estaba apagada, pero el portátil aún permanecía encendido. Una luz roja parpadeaba con rapidez. No se detenía. Y a cada instante que pasaba, parecía que lo hacía a más velocidad. Había que detener aquella luz intermitente. Todo dependía de pulsar una tecla. ¡Pulse, rápido!, le dijo el sargento Ramírez a uno de los agentes uniformados. La pantalla del portátil se volvió a iluminar. De nuevo regresó a la vida, después de permanecer latente, en ese estado de hibernación artificial.

La pantalla del ordenador iluminó todo el salón, descubriendo junto a él, a un cuerpo ensangrentado. Aquella escena hizo que algún agente rompiera a llorar. Otro, incluso salió fuera de la casa para vomitar. En la pantalla, dos palabras. Mensaje enviado. En la bandeja de salida del correo, un mensaje acababa de ser enviado. Una carta estaba en ese instante viajando a otro lugar y a su lado, estaba él, desangrado, con su última gota de sangre a su lado.

Aquel bolígrafo de punta fina descansaba desangrado sobre el escritorio, sobre un papel en blanco, junto al ordenador que lo había asesinado. Hacía unos días que había dejado escrito sus últimas palabras y sus últimas gotas de sangre ya habían cuajado.

DEP