EMPAPELADOS

 

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Las paredes empapeladas de ídolos. Actrices eternas. La mirada de la Bacall. Una Kim Novak de ojos felinos. Charo López desnudando el deseo de una época pasada. De una Transición que hoy miramos como una maldita etapa, como si fuera la única responsable de la porquería que hoy apesta en nuestra sociedad. El póster del cantante de toda la vida. De ese, que quizás puso banda sonora a un primer beso. Y la fotografía de ese otro, ese que fue una voz efímera que cayó en el olvido, y que sólo regresa años después en un programa de televisión, recordando a ese NODO que ahora se viste de color, y que dice que habla desde la democracia y la libertad.

Habitaciones empapeladas de sueños y fantasías. De estrellas que iluminan un cielo al que miramos cada noche y en la que vemos esas otras, que fugaces se marchan por el horizonte. Empapeladas de esperanzas. Porque la esperanza siempre mira al futuro y nunca se detiene en el presente. Alcobas adornadas con imágenes de héroes que un día descubrimos que su valor no alcanzaba el más allá, y que se transformaron con el tiempo en simple villanos. Fotografías que cuelgan en dormitorios de intimidad. Que llenamos de miradas ajenas y las convertimos en nuestras confidentes de tardes en soledad y de las noches de insomnio, donde las horas recorren los minutos, y los segundos, las horas que no se detienen en la oscuridad.

Aquella juventud encontró, en una iconografía idolatrada, una válvula de escape para alcanzar los sueños y los deseos que siempre se guardaron en pequeños cofres, que escondimos en el fondo de un armario o bajo el colchón de una cama. Aquella juventud siempre deseó encontrar referentes ajenos, donde apoyarse en cada nuevo camino que emprendía con la esperanza de no volver jamás hacia atrás.

Hoy son muchas las habitaciones que han perdido ese empapelado. Hoy esas habitaciones ya sólo conservan las huellas de aquellas fotografías, que estamparon los sueños de muchos, y que quizás se perdieron por nuestra propia desidia, o por cualquiera sabe qué otra razón.

Este año ha llegado lleno de citas y encuentros. Pero ya no seremos nosotros. Ahora serán otros los que nos recuerden que el mundo se sigue llenando de empapelados. Ahora serán otros los que empapelen nuestras calles. Los que llenen las plazas y avenidas de retratos de rostros amables, de sonrisas que se esconden bajo una máscara pintada de timidez, prudencia y honestidad. Este año serán otros los que cuelguen de las farolas esas luciérnagas de miradas convertidas en Grandes Hermanos que invaden nuestra intimidad. Este año, nadie se acordará de eso que alguien llamó contaminación visual, porque buscarán su justificación en esa propaganda barata que desluce la historia de las calles, las fachadas de los edificios, y aquellos lugares que por unos días le negarán su propia vida interior. Este año, nadie tendrá reparo en colgar en cualquier lugar a esos selfies de líderes que se construyen sobre pedestales de cartón.

Este año, la democracia se desbordará en cada cita electoral. Municipales, autonómicas, nacionales que están a la espera de la decisión de un político, cualquiera, que desee encontrar un motivo para salir a los escenarios a difundir mensajes que después se tiran en botellas que naufragan en medio del mar. Y saltaremos de una campaña en otra, sin descanso entre rostros que se venden por un puñado de votos, votos que para unos es la expresión popular, y que para otros, es el engaño y la estafa organizada del poder, ya sea de uno u otro color, que gobierna a un pueblo, pero que no sabe dirigirlo a su propio destino.

Como nunca se termina de aprender, al día siguiente de cada cita electoral, quizás alguien nos recuerde que nos acabamos de hacer un harakiri democrático. Y esos empapelados ya no nos volverán a mirar. Pensarán que habrá que esperar otros cuatro años para que se pueda volver a escuchar a la gente de la calle, a esa misma gente que un día caminando por su pueblo o su ciudad, se quedó observando el rostro de los empapelados, que durante años se escondieron en sus palacios de cristal.

TARDES SIN MERIENDA

 

 

2014-11-25 12.19.51

 

Desde que me di cuenta que durante cinco días seguidos terminaba a la misma hora, tomé la determinación de no ponerme más un reloj de pulsera. Al menos durante esos días. A partir de ese momento, sólo en los fines de semana me abrazaría un reloj a la muñeca, para saborear como en esos dos días el tiempo transcurría unas veces con lentitud, y en otras ocasiones, con esa velocidad que sólo el propio tiempo sabía llevar.

Eran las cuatro de la tarde. La hora de una siesta. Breve, porque como me dijeron alguna vez, de día no debemos soñar  mucho tiempo, porque los sueños no nos llevan a ningún lado. Dejé el reloj en la mesita de noche. Una mesita de noche como si de día lo dejara de ser. Eché las cortinas y apagué la luz. Una siesta en la cama nada tiene que ver con ese sueño que aparece sentado en un extremo del sofá. Una siesta en la cama siempre es capaz de alejarnos de este mundo, así que me dejé llevar y cerré los ojos sin pensar en nada más.

Comencé a dormir y eso me llevó a soñar.

Me llamo Pancracio, como mi padre. Y como se llamaba mi abuelo. Mi nombre es a veces un sinónimo de burla, pero hay tradiciones que hay que cumplir, y en mi casa, el primer hijo debe llevar el nombre del padre, del abuelo, y creo que hasta del tatarabuelo. Como no sé quien de mis antecesores fue el primero en llevarlo, y alguno tuvo que ser, no podré pedir responsabilidades, aunque haya días que ganas no me falten. Además, creo que ya ha prescrito el momento de pedir que cumpla el responsable la pena por esa culpa, y seré yo, el que un día, sea el responsable de cambiarlo, para transformar la burla del burladero, en el ruedo de una plaza donde haya valientes que sepan lidiar.

Lo del nombre no es casualidad. O al menos a mí no me lo parece. Porque mi nombre tiene mucho de recuerdo al Santoral, y a decir verdad, eso de que sea el Santo del Trabajo, no me va nada mal. Sinceramente, con este nombre, a mí el trabajo no me falta, ni me faltará. Y como no me falta el trabajo, mis compañeros a veces han puesto en mi mesa unas ramas de perejil, para que a ellos tampoco les falte el trabajo como a mí. Y no les tiene que ir nada mal, porque los miro cada mañana, y a ninguno les veo la cabeza levantar, todos están mirando hacia un lado, y no precisamente a la musaraña que nunca vi. Así, que todos PODEMOS estar muy contentos, y eso de podemos, no va ni mucho menos por ti.

Tanto resulta que no me falta el trabajo, que a mi casa me lo llevo cada tarde. Pero eso, tiene que ser de lo normal, porque en mi trabajo, el resto andan todos igual. Una hora, dos, o tres. Tengo que terminar, debo salir corriendo que tengo clases de inglés y después al gimnasio, a las clases de defensa personal. A mi edad, que ya habrás imaginado que no alcanza la pubertad, tengo la sensación de estar caminando junto a una frontera, en la que hay de todo y en la que también me encuentro con la nada, como algo que es muy real.

Casi comienzo a despertar de mi siesta y el sueño comienza a abandonarme.

La conciliación de la vida familiar y laboral. Escucho esas palabras como una voz de fondo en el sonido del televisor. Sigo despertando de mi siesta. Creo que con este ritmo de trabajo, he perdido las tardes con merienda. Abro los ojos, o igual sigo dormido. Me da que pensar que esto de la conciliación de la vida familiar y laboral es una falacia que algunos se han inventado para dejar sus conciencias tranquilas, porque hemos transformado la vida familiar en un ambiente laboral. A mi padre le he escuchado también hablar de que en su empresa hay que hacer algo por conciliar la vida laboral con la familiar, pero a mí, después de mis horas de clase, me siguen mandando trabajos para hacerlo en casa, y se olvidan que para mí, también existe la vida familiar.

He despertado de la siesta. El sueño desvanecido ya no existe o queda en un simple recuerdo.

Quizás debamos entender la conciliación de la vida familiar y laboral desde la infancia. Aunque sea necesario o no, que los niños lleven tarea a casa, cuestión ésta que ignoro, lo que me preocupa es ese mensaje que les estamos dejando, de que es inevitable llevarse a casa una parte de su jornada laboral. Cuando pasen unos años, y esos Pancracios dejen de ser niños y, cada uno de ellos tengan que comenzar a luchar por eso que llaman conciliar la vida laboral y familiar, o familiar y laboral, creo que no olvidarán que ya un día ellos se llevaron trabajo a casa y les resultó imposible conciliar dos mundos, que quizás debamos apartar.