¿SUBE O BAJA? (final)

20130113-133851.jpg

El azar lo tiene todo calculado. No deja nada a su suerte. Todo está bajo su control. El azar es el dueño de nuestro día a día, y nos hace creer que todo lo que nos sucede, es por esa falacia de la libertad de decisión que dicen que tenemos. Somos unos ilusos. Algunos dirán que exagero, que no estoy en lo cierto, que el azar no tiene tanta importancia como pienso. Pero si no fuera así, que alguien me explique si no hemos venido a este mundo por un puro juego de azar, porque entre tantos millones de espermatozoides y un óvulo solitario, aquí nos encontramos, convertidos en el resultado de un infinito cálculo de improbabilidades. 

En este punto de la historia, hoy comprendo más que nunca que el azar es el dueño de todo. Porque por azar llegué a esta ciudad, por azar me instalé en la decimonovena planta de este edificio; y por azar he estado viviendo aquí durante quince años. Y si no hubiera sido por ese azar, no os habría confesado mi pánico a las alturas, y que un secreto convierte a tu amigo en tu mayor enemigo; y no habría revelado que una mentira nos lleva a otra mentira, y que como mentiras que son, apenas esconden pequeñas verdades. Por esa misma casualidad convertida en azar, la música ha dejado de sonar en mi iPod, y ha transformado el silencio, ese silencio que se esconde en el ascensor, en una trampa de la que me resulta imposible escapar. Por aquella enfermedad que tengo en los juegos de azar, conocí a la chica del noveno, la del vestido negro, tras salir una madrugada del casino donde ella trabajaba. Y por ese incontrolable mundo de lo azaroso, el ascensor se ha detenido en la tercera planta, porque ese ha sido el final de su trayecto, donde todo ha terminado. Como lo que está a punto de terminar. 

Son las doce del mediodía y el calor es sofocante. A esta hora podría estar tomando una cerveza en el bar de la esquina, celebrando los restos de la noche de San Juan. Pero cuando compruebo que estoy de nuevo en manos del azar, no me queda más remedio que conjurarme a él, pensar que es mi fiel aliado, y creerme, una vez más, que todo está bajo el control de mi voluntad. Sin embargo, llegado ese momento, descubro que el único aliado del azar es el tiempo. Y esa alianza, os confieso, es la que da por concluida la historia de mi vida, y diría más, de nuestras vidas.

Los cuarenta y cinco segundos que tarda el ascensor en bajar las diecinueve plantas, se han convertido en seis horas aquí encerrado. Lo cuarenta y cinco segundos que debían llevarme desde esa falsa cima de poder en la que me creía encontrar, hasta pisar los adoquines de la calle, se han detenido. El tiempo, como ya os dije, corre de una manera distinta en el interior del ascensor. 

Apenas logro oir algunas voces ahí afuera. Y sólo escucho unos murmullos lejanos que leen un cartel que dice: Ascensor fuera de servicio. Averiado. No logro que me oigan. No consigo hacerme escuchar. Apenas puedo ya respirar. Y el tiempo discurre; y mientras tanto me ahogo; y el oxígeno no me llega. Me asfixio. Y noto como los borbotones de sangre recorren mis pulmones. Mi cabeza va a explotar de la angustia que siento, y de la soledad de verme ante la muerte. Y mis ojos comienzan a desvanecerse, mientras mis manos se apoyan en el suelo del ascensor que está encharcado de sangre. No puedo más. En este último hilo de aire que puedo respirar, sólo os pido una cosa: que me juréis unos, y que me prometáis otros, que guardaréis como un secreto lo que habéis escuchado y visto aquí.

FIN

 

¿SUBE O BAJA? (2ª parte)

 

FullSizeRender

Cuando dejas de fingir, respiras. Cuando dejas de mentir, vives. Cuando revelas un secreto…cuando revelas un secreto, tu mejor amigo se convierte en tu peor enemigo. Sin detenerme en esto último porque daría para otra historia, lo fingido ya parece pertenecer a un pasado muy lejano, y eso que hace sólo unos segundos que el secreto ha sido revelado, que la mentira se ha convertido en una verdad, y que fingir, ya no es ese trapo que te tienes que poner cada mañana para salir a la calle.

Quince años da para mucho. O para poco, según se mire. Pero quince años viviendo en un piso de treinta metros cuadrados de la decimonovena planta de un edificio que domina el horizonte de la ciudad, no es cualquier cosa. Son quince años que finges ser el puto amo de todo. Quince años que te sientes en la cima del mundo. Pero quince años en los que no pasa un día en el que cuando te acercas a la ventana, te siguen temblando las piernas. Son muchos días los que sientes cómo el viento azota los cristales, son demasiados los días en los que escuchas una lluvia ensordecedora. Son quince años donde los únicos pájaros que se posan en el alféizar de la ventana, tienen los ojos enormes, que se quedan observándote y con sus picos golpean esos cristales arañados por el olvido. Sé que más de uno dirá que vaya estupidez de confesión es la que acabo de realizar, pero para un paleto como yo, acostumbrado a no separar los pies de los adoquines de la calle, de estar pegado tantas horas al asfalto de la carretera, la única tabla de salvación de este mal de alturas es ese bendito ascensor que está frente a la puerta de mi casa, y que se pasa toda su vida subiendo y bajando, pero que me salva de estar encerrado en este nido de buitres donde me encuentro.

Cada día, a las seis de la mañana, lo escucho llegar. Cada día, a la misma hora, en esa rutina convertida en ritual, espero a que se abran sus puertas. No tiene prisas, lo hace lentamente.

Continuará 

¿SUBE O BAJA? (1ª parte)

IMG_3331

Llevo quince años fingiendo. No cuatro, cinco, ni seis, sino quince. Como comprenderán, con cuarenta y cinco años a mi espalda y con una vida hecha, como se suele decir, no resulta fácil realizar una confesión a estas alturas de la historia, y menos aún, la que hoy por fin voy a hacer pública. Supongo que la decisión que he tomado se ha visto influenciada por los acontecimientos. No  quiero echar la culpa a lo sucedido, pero si no hubiera ocurrido, tal vez hoy continuaría callado. Alguien me dirá que uno es libre tanto para seguir en silencio como para confesar un secreto, pero no me negarán que siempre hay algo ajeno que te da ese empujón para terminar revelando lo que un día se decidió callar. Llegado a este instante, tengo la sensación de que a lo largo de estos años he realizado un viaje en taxi, un viaje en el que ha llegado el momento de bajar la bandera de ese trayecto, y de poner fin a este silencio que ha durado hasta donde ha tenido que durar. Llevo quince años mintiendo dirán algunos, quince años vistiendo de verdad lo que es una mentira. Quince años guardando un secreto. Me pregunto que quién es capaz hoy en día de guardar un secreto y llevárselo a la tumba, si ni bajo las lápidas se pueden esconder, porque si no, ya me dirán por qué hoy parece que las incineraciones se han puesto de moda, si no es para evitar que hasta después de muerto saquen nuestros restos y se revelen secretos que en vida nunca se supieron. Se me escapa una sonrisa de mis labios, pero lo hace más por puro nerviosismo, que por la gracia que me hace tener que confesar lo que un día decidí que sería inconfesable. Miro el reloj como si quisiera buscar una escapatoria en el tiempo, pero ya veo que el tiempo deja poco espacio para las huidas. En fin, son las doce del mediodía y el calor aprieta lo suyo en este final del mes de junio. Podría bajar al bar de la esquina, sentarme frente a la barra y tomarme una caña de cerveza, y así continuar con mi rutina diaria, pero creo que ha llegado el momento de arrodillarme ante el confesionario público de los rumores y confesarme ya de una vez.

La boca la tengo seca, demasiado seca -¿ven ustedes como lo de tomarse esa caña de cerveza no era mala idea?-. La garganta se me hace un nudo, pero no un nudo cualquiera, sino uno de esos nudos marineros que sujetan bien los cabos. Se hace difícil hablar, la verdad. Intento tragar la poca saliva que tengo. Llevo quince años fingiendo, quince años mintiendo…, sí joder, claro que sí, pero quién de ustedes no está en este momento fingiendo, ocultando lo que no quieren mostrar. Quién de ustedes no está viviendo en una mentira por pequeña que sea. Me va a estallar la cabeza, no lo soporto más. Bueno, ya está bien de tanto rodeo, que llegó el momento de confesarlo: tengo un miedo atroz a las alturas…. ¡Eh!, a ver, el que está al final de la sala, que deje de reírse; ¡shs!, y ese otro, el que se esconde detrás de la rubia de la melena, que deje de murmurar, que ya está bien hostia. Tengo pánico a las alturas, sí, ¿pasa algo?

continuará