CON CHANDAL Y A LO LOCO

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Un sábado por la mañana. Un domingo matinal. Un día de fiesta en mitad de la semana. Las familias felices salen a pasear, a recorrer plazas, a buscar una terraza en este noviembre de difuntos porque el sol ha decidido salir radiante. Las familias felices recorren las calles, las avenidas del extrarradio de la ciudad, los parques de una naturaleza artificial. Pasean felices las familias. Los recién casados siguen aún tomados de la mano. Los padres primerizos empujan el carro de un bebé, que llora y llora sin parar, mientras el padre dice que hay cambiarle el pañal, y la madre, de reojo lo mira, y le dice que ya le toca de nuevo comer. La otra familia que se cruza se queda observando al bebé, mientras sujeta a su hijo que pedalea una bicicleta con cuatro ruedas, no se vaya a caer y estampe su cara en el suelo y terminen en el servicio de urgencias de un hospital que está saturado. Otra pareja que ya no se da la mano, se detiene ante la fachada de una vivienda unifamiliar, porque el perro que tira de él, no aguanta la incontinencia urinaria, y levanta su patita y se pone a miccionar.

Todas esas familias felices tienen algo en común: el chandal. Van vestidos con el uniforme de rigor, con un chandal de marca, de una de esas marcas de prestigio que aunque se hayan tejido en cualquiera sabe qué lugar, aquí es el reflejo de que las familias pueden seguir paseando felices en sus mundos. Sin embargo, nadie habla del daño que hace un chandal a las relaciones de pareja; nadie habla de que las familias son menos familia con ese uniforme deportivo; nadie dice que el chandal dominguero es el símbolo de esa rutina a la que algunos quieren acomodar a esta sociedad. Nadie lo dice, pero el chandal es el inicio de cualquier mal final. 

Al otro lado del océano, hace tiempo que algunos dirigentes también cambiaron el uniforme militar por un chandal con los colores de la bandera nacional. Pero eso es otra historia.

UN DÍA ME IMPORTARON MENOS TUS BESOS QUE TUS OJOS

 

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Los besos de Claudia no son los besos de Ella. Claudia besa con la serenidad de saber calmar los días más complicados. Claudia besa con esos labios de seda, haciendo sentir la dulzura que el aroma de su piel se posa en mis labios. Claudia besa deteniendo el tiempo lentamente, ralentizándolo, provocando que las agujas del reloj queden suspendidas en el tiempo. Ella…Ella besa con la carne. Te desgarra la boca, te abre los labios y sientes que la sangre te desborda con el calor del deseo. Ella muerde en cada beso, con la lengua que mete hasta el final de tu garganta, hasta que te asfixia. Ella convierte cada beso en un éxtasis que te hace perder la noción del momento que vives, pero que después te resulta imposible olvidarlo.

Los besos de Ella siempre han sido diferentes a los besos de Claudia. Y así fueron los besos de Ella durante los primeros años, hasta que poco a poco se fueron difuminando sin darnos cuenta, transformándose en una rutina que había olvidado la improvisación del comienzo, porque aquellos besos tenían precisamente eso, improvisación. Improvisación porque derramaba su boca por cualquier parte de mi cuerpo. Improvisación porque estaba dispuesta a explorar sin miedo a descubrir. Improvisación porque hacía de cada instante el último, sin importarle lo que viniera después. Improvisación porque me derrumbaba a su lujuria. Improvisación porque nada detenía el deseo, ese deseo que añoro, y que ahora se confunde con los besos de Claudia, porque los besos de Claudia no se han transformado, continúan siendo los mismos que los del principio, iguales a los del primer día. Los besos de Claudia me siguen todavía despertando el amanecer. Siguen apareciendo sin miedo en esa rutina de cada día cuando regresamos del trabajo, siguen estando cuando estamos delante de nuestro hijo mientras él nos mira, como buscando algo, como queriendo que le digamos que lo queremos sin pronunciar una palabra. Los besos de Claudia son los besos de cada noche antes de irnos a dormir, los que me da antes de apagar la luz, los que despide un día tras otro, sin buscar otro destino que continuar con la misma historia. Esos besos de Claudia sé que nunca nos faltarán.

Pero ahora ya no me importan sus besos, ahora me importan más sus ojos, su mirada perdida cuando nos abrazamos y nos besamos, porque ahora ya no cierra sus ojos al besarnos. Ahora me importan más sus ojos, porque no sé dónde está su mirada cuando apoya su cabeza en mi hombro. Ahora me importan más sus ojos, porque en ese momento, el beso ya no existe, sus labios ya no se encuentran con los míos, pero su mirada no sé a qué lugar se aleja, adónde se marcha de entre nosotros dos. Y en ese instante mi cabeza comienza a dar vueltas y parece que va a estallar, porque quizá es ese momento cuando Claudia anhele volver a ser Ella, y yo no lo sepa, o tal vez ni Claudia ni Ella quieran volver a estar aquí, y yo me haya dado cuenta, pero lleve tiempo diciendo que eso no puede suceder, negando una evidencia que no requiere de palabras.

Ahora no me importan tanto sus besos, porque los besos hace tiempo que dejaron de hablarme, ahora me importan más sus ojos, esos ojos verdes que en los días en los que incluso el sol apenas aparece entre las nubes, oculta tras unas gafas oscuras.

AMNESIA

Un día más. Son las primeras palabras que salen de los labios de Ricardo en el silencio de la mañana, mientras se levanta de la cama y pone el pie izquierdo en el suelo. Un día más, repite mientras enciende la luz del cuarto de baño. Como un ritual diario, levanta la tapa del váter para orinar y cuando mira de reojo hacia abajo, levanta su mirada hacia el techo y piensa que es otro día más. Con esas tres palabras, Ricardo muestra su hastío por el día a día, por esa sucesión de horas que tiene por delante y que no parece que se llenarán de momentos, sino que se vaciarán de instantes. Un día más, vuelve a repetir mientras se mira al espejo y comienza a pasar la cuchilla de la maquinilla de afeitar por el cuello. Con tres palabras, Ricardo no parece encontrar la salida a una situación que le hace agonizar el presente, y empieza a pensar que lo único que quiere, es olvidar.

Las diez de la mañana. Han pasado tres horas desde que Ricardo está despierto. Se sienta detrás del mostrador. Desde hace unos años, a primera hora de la mañana, ya no entra nadie en la tienda. Se dispone a leer el periódico. Lo abre, y ojea tan solo cinco o seis páginas. Sus dedos pasan las hojas y sólo se detiene en un par de noticias. Los diarios se han convertido en un relato de sucesos, dice en voz alta y hablando solo. Un nuevo caso de corrupción, un conflicto bélico en el Medio Oriente, otro caso de violencia de género. De la sección de deportes no quiere saber nada, porque ayer noche perdió su equipo por goleada. Una sonrisa sale de sus labios cuando se detiene en esa página que siempre ha dejado atrás pero que hoy llama su atención. Ricardo se ajusta las gafas. Busca su horóscopo. Le hace recordar su fecha de nacimiento. Se pierde y sonríe. No sabe el orden que siguen esos signos del zodiaco. Por fin lo encuentra. Se ha puesto a leerlo. Apenas cinco líneas donde hablan de su futuro.

Hoy será un gran día, olvida todo lo que pasó ayer. Hoy no es un día más, hoy es otro día, muy diferente al de ayer. Eres una persona afortunada, si no tienes trabajo, hoy se te van a presentar importantes oportunidades laborales. En el dinero, todo marchará viento en popa. Con la familia, algunos desencuentros sin importancia. En el amor, te reencontrarás con una persona de tu pasado que te hará revivir los recuerdos que habías decidido un día olvidar.

La una de la tarde. En una hora cierra la tienda. Un día más, piensa. Otro día para olvidar, dice en voz baja. No ha entrado nadie en la tienda en toda la mañana. La caja está vacía. Acaba de consultar el saldo de la cuenta corriente por internet, y parpadea sin parar. Un número para olvidar, que aparece y desaparece de la pantalla, como los números de esos monitores que en los hospitales controlan los latidos de nuestro corazón y te recuerdan que la vida se puede detener en un instante. Su horóscopo vaticina mal su fortuna económica, dice de nuevo Ricardo hablando solo. Un día más para olvidar.

Ricardo mira su reloj de pulsera. En quince minutos se marcha a su casa para almorzar. La puerta se abre. El calor de la calle inunda por un instante el frescor que hay en el interior de la tienda. Se quita las gafas que sólo utiliza para leer. Una mujer entra de forma decidida. Sus pasos muestran seguridad. El sonido de sus tacones ya dice mucho de ella. Es muy atractiva. Su cabello rubio recién peinado. Seguro que viene de la peluquería, piensa Ricardo, mientras recoge del mostrador las facturas que mañana tiene que pagar. Un metro sesenta de altura. Una talla treinta ocho. Ricardo lleva muchos años detrás del mostrador y sabe bien de lo que habla. 

_ Hola Ricardo, dice aquella mujer, mientras se quita las gafas de sol. 

_ Hola…

Ricardo saluda pero se queda algo confuso porque desea pronunciar el nombre de aquella mujer que resulta a primera vista desconocida para él. La observa. Tarda unos segundos más, aún no la ha reconocido. Pasan otros cinco segundos. Ahora sabe quién es. ¡Carolina!, pronuncia Ricardo su nombre, mientras abre sus ojos con cara de sorpresa. Ricardo se sonroja. Hace muchos años que no se ven. Carolina fue la primera mujer a la que besó. Igual al horóscopo no le falta razón, piensa Ricardo, mientras le da dos besos.

Ya ha pasado media hora desde que dio las dos de la tarde. Ricardo se debería haber marchado a casa para comer, pero allí se encuentran los dos, en plena conversación, mientras ella va acumulando sobre el mostrador, tres camisas, dos faldas, dos pañuelos, un pantalón y dos vestidos. Ricardo se siente feliz y piensa que el horóscopo tenía mucha razón. Quizás no sea un día para olvidar.

Se escucha un fuerte golpe. Carolina sale algo aturdida del probador. No le ocurre nada, todo queda en un susto sin importancia. Carolina tiene prisa, debe marcharse ya. Saca su tarjeta de crédito del bolso para pagar la compra. Ricardo la pasa por el datáfono. Novecientos veinte euros. Ahí tienes, ya puedes introducir tu número secreto, le dice Ricardo.

Carolina se queda paralizada. El golpe tiene que haberla afectado. Mírala. Ahí está. Inmóvil, impasible. Ha dejado su mirada perdida tras los objetos que se encuentran detrás de mí. Los está mirando, pero no los observa. Desde hace unos segundos, sus párpados han dejado de pestañear. Sólo el pecho agitado por una respiración que se acelera cada vez más deprisa es lo que me dice que se encuentra viva. Quizás sólo su corazón esté latiendo y su cerebro lo haya dejado morir. Pero no. Está sudando y los muertos no sudan.

– Dime algo Carolina, le dice Ricardo en voz baja.

Carolina sigue callada. Ninguna palabra más. Ya ni recuerdo lo último que me dijo. Sus labios se han cerrado de tal manera que cualquier palabra que quisiera salir de su boca se vería atrapada por esas rejas que el silencio ha cosido en un instante. Sólo se escucha la música de fondo. Y su respiración. De su nariz entra y sale el aire sin parar. No es un buen momento para olvidar, le dice Ricardo a Carolina, mientras ella ya parece vivir en otro lugar.