TAMBIÉN EXPLOTO

No soy ninguna estrella de redes sociales ni me hago videos virales, pero a pesar de la calma y la serenidad que intento transmitir a los que me rodean, también llega el momento de explotar y hasta de usar vocablos que, aunque malsonantes, vienen bien de vez en cuando utilizar porque es necesario desahogar hasta el lenguaje.
Estoy hasta la misma polla de todos esos que salen a la calle olvidando la situación en la que nos encontramos. Todos esos hijos de puta que están ayudando a que esta situación se retrase en encontrar una solución. A todos esos mal nacidos (esto será lo más suave que les digo) que parecen no darse cuenta de que estamos viviendo momentos que son de una extrema gravedad.
Y sí, estoy hasta los cojones de ver que hay gente que sale a la calle sin la más mínima precaución, caminando en pareja como si no pasara nada. Ayer no pude consolar las lágrimas de mi pareja, no pude acariciarle el rostro al verla llorar, ayer solo pude hablarle con la distancia que hasta dentro de mi casa mantenemos, porque ambos sabemos que tenemos personas cerca que forman parte de ese grupo de riesgo, de ese riesgo en el que yo mismo me encuentro por mi salud.
Y no hablo aún de las consecuencias económicas que todo esto tendrá, porque mi empresa también se verá afectada por esta situación y en la que todo mi equipo está trabajando en este momento para dar la máxima normalidad y a los que debo agradecer el esfuerzo que están realizando.
Pero sí, estoy hasta la mismísima polla de todos esos cabrones que van por la calle como si no fuera con ellos la cosa, a muchos que van de guay por la vida y que deberían esconderse en sus casas porque son unos sinvergüenzas.
En fin, creo que también llega el momento de que uno explote, porque tengo a mi alrededor a gente a la que quiero y que sé que su vida en estos momentos solo depende, tal vez, por un hilo de suerte.

De Pucela a casa

704 kilómetros. El navegador había calculado la distancia a golpe de GPS. Antes de arrancar el motor del coche, varios recuerdos se te echan encima. Por la mañana, Marina. Su sonrisa no se separaba de sus labios. Su amabilidad no era un edulcorante en la manera de tratar a los clientes. Y sus ojos, sus ojos escondían cierta timidez. Eso sí, Marina es el mejor tratamiento de rejuvenecimiento. Su <<¡hola chicos! ¿qué vais a tomar?>>, que nos dijo las dos mañanas que estuvimos desayunando en el mismo lugar, nos vino bien para quitarnos algunos años de encima. Pucelana pero con corazón gaditano, de esos que son imposibles de olvidar. Por la tarde, Rafael. Rafael y sus hijos Alberto y Charo. Llegamos justo a tiempo. Diez minutos de conversación rodeados de obras de arte: oleos, esculturas… Una charla amena. No pude ocultar algún gesto de nerviosismo. Rafael sonreía con la mirada. Restaba importancia a su generosidad. La serenidad de una voz que escondía la firmeza de sus palabras. Quise por un momento imaginarlo en su juventud. Un apretón de manos como despedida.

Estrella, Ceferino, Miguel y Cristina. OLETVM. Una librería donde pasar las horas, donde dejar que el tiempo transcurra y se convierta en ese olvido a veces necesario de no mirar el reloj, de no acudir al móvil en ese acto reflejo en el que lo hemos convertido, como si necesitáramos que alguien nos llamara. <<Que no suene>>, me dije en voz baja, haciéndole caso a mi subconsciente. Que nada me rompa en este momento la magia de estar mirando los libros perfectamente clasificados, leyendo sinopsis sin parar, releyendo las primeras frases de obras reeditadas; acariciando el papel de cada obra, ya sea de narrativa o de los poemarios. Quién sabe si entre ellos se estaba produciendo alguna conversación en aquel momento. Porque sí, porque reconozco que a veces imagino que la magia de la librería también se encuentra cuando cierra sus puertas. Porque creo que a veces los libros se hablan, ríen, lloran, y que discuten algunas noches de madrugada, y que solo callan cuando escuchan abrir de nuevo las puertas de la librería a la mañana siguiente. Sí, sí, no digáis nada, lo sé, es demasiada fantasía la que vuela por mi cabeza, pero eso fue lo que me ocurrió en OLETVM pocas horas antes de la presentación de Recovecos.  

Arranco el coche. Emprendemos la vuelta. Los recuerdos ahora son imágenes. 

 

Apago el motor del coche. <<Ha llegado a casa>> dice Marta, la chica del navegador que parece algo resfriada, porque la noche anterior trasnochó algo más de la cuenta. En casa. Deshacer maletas. La lavadora tiene trabajo. Llenar la librería con nuevos libros. Algunos ya colocados en el lugar reservado para las lecturas especiales. Pero como en casa nos hemos sentido en Valladolid. Y todo por Marisa y la compañía. Por Charo. Por Pilar y Rosa. Por el equipo de OLETVM. Por Mónica y los años que nos conocemos a través de las redes, hasta que nos pudimos dar un abrazo. Por Manu, que vino de Barcelona y hacer que la vida tuviera un antes y un después probando las tapas en la Tasquita. Por Deva, o Gloria, porque no solo ilustró mi libro, sino por lo gran persona que es. Valladolid fue hogar por unos días, y volaron las alas de aquellos ángeles para descubrir que la única distancia es no imaginar.

Y en OLETVM se reveló un secreto a los que asistieron a la presentación de Recovecos. Un secreto que iba escondido en una botella de agua de mar. De ese mar que viajó desde Rota a Valladolid. Un secreto que en pocos días dejará de serlo.