Un mundo incierto

En estas fechas, echo de menos aquel cruce de correspondencia. Los sobres con matasellos de otros lugares, que fueron un destino posible en el pasado y hoy te devuelven los recuerdos de otros tiempos. En esta época del año, echo en falta las verdaderas cartas con mensajes de felicitación. Esas postales navideñas que hemos sustituido por emojis en mensajes de WhatsApp y correos electrónicos masivos deseando una felicidad enlatada. Echo de menos, sí, echo de menos el auténtico mensaje escrito a mano de alguien que se encuentra lejos, pero te desea con sinceridad los buenos propósitos para el futuro, enmarcado en un calendario pendiente de que le arranquemos la primera de sus hojas.

Me pregunto cómo será vivir estas fiestas en el hemisferio sur del planeta. El calor y el ambiente cálido siempre nos lleva a tener una mirada diferente y, posiblemente, el cambio de año y la celebración de la Navidad nada tenga que ver con nuestra manera de interpretar la fría realidad de este otoño y de un invierno que acaba de comenzar. Aquí, a este lado del ecuador terráqueo y, mejor dicho, en el occidente de esta Europa continental, percibo un aire de nostalgia y melancolía. Una sensación de miedo y tristeza, de desasosiego y desaliento. De abandono, sobre todo de demasiado abandono, por culpa del odio que se ha instalado entre unos y otros. Y por desgracia, esto es lo que nos rodea.

Alguien dirá que estamos atrapados por el pesimismo de nuestros pensamientos y de las palabras rotas que intentan expresar las emociones. Tal vez sea así. Pero a este mundo incierto, que no es tan diferente al del pasado y, ni mucho menos, al del futuro, ha llegado la mirada inocente de un niño. Con el movimiento impulsivo de sus manos y, quién sabe, si con perplejidad al escuchar el vocabulario de unos seres adultos que intentan comunicarse con él, a través de un lenguaje que no es su propio lenguaje, durante unos días, el centro del mundo ha sido él. Y no, no han llegado los reyes de oriente para adorarlo. Pero sí ha tenido a su alrededor el amor de toda una familia.

Dentro de un año, cuando llegue la próxima Navidad, recibirás mensajes y felicitaciones. Y durante esos días escribirás tu primera carta. Le harás un garabato a un papel, trazarás las líneas sobre una hoja en blanco de lo que serán tus sueños y tus deseos, de esas ilusiones que espero nunca olvides.

Aunque has llegado a un mundo incierto, bienvenido al mundo Matteo. Te queremos mucho, nuestro Matteo.

LA PRIMERA VEZ

 

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En la era de los selfies, likes, «me gusta» y retuits –curioso que las únicas palabras entrecomilladas hayan sido las escritas en castellano– parece que ya no queda por descubrir que siempre hubo una primera vez.

Hace unos días alguien me dijo: «¿recuerdas la primera vez que nos vimos?» En ese momento me di cuenta que la pregunta puede resultar demoledora, pero que la respuesta lo puede ser aún más. Mi contestación negativa provocó desconcierto y algo de desasosiego en esta persona, pero haberle mentido, me habría llevado a algún lugar poco deseado. «Nos vimos en Facebook la primera vez y a los pocos días, en Instagram», me afirmó con la seguridad de quien no ha olvidado ese momento. Lo recordé. Ese alguien me había pedido solicitud de amistad y dos días después le puso un corazón a una fotografía en blanco y negro de una calle cualquiera que subí a esa red social. Desde aquí le pido disculpas por mi despiste, pero es evidente que su grado de entusiasmo en su primera vez, no se ha correspondido con mi grado de alegría y satisfacción en mi también primera vez.

A veces no reparamos en ello, pero la primera vez en el mundo de las personas tiene más importancia de lo que imaginamos. La primera vez que se te cae un diente, llaman a Ratoncito Pérez y ese pequeño roedor despreciable años después, te deja algún regalo escondido en algún hueco de la casa, y de esa manera se hace más llevadero ese momento de trauma bucal. La primera vez que a una niña le llega la menstruación, a falta de hermana mayor que la comprenda o de una amiga algo más aventajada, en la casa alguien suelta alguna lágrima a escondidas y exclama aquello: ¡mi niña ya se hace mujer! La primera vez que le das un beso a esa persona en la que depositas el amor para toda la vida, no sabes si tus labios arden lo justo y necesario y si puedes traspasar otras fronteras lingüísticas. La primera vez que se te rompe el amor, desconoces si en este planeta entre los miles y miles de millones de habitantes existirá otra persona igual, porque mejor nunca la habrá, y cuál ha sido el motivo de abandonarte sin dar demasiadas explicaciones. La primera vez que vas a meter una papeleta en la urna y crees que votar es un acto de libertad democrática, ignoras que te conviertes en esclavo de los que se llaman de manera hipócrita servidores de la sociedad. La primera vez que tienes sexo, lo disfrazas con el amor para que los segundos que duran el encuentro furtivo de lo que antaño era la parte trasera de un coche, tenga al menos ese halo de romanticismo pasajero. La primera vez que te casas… bueno dejemos esa primera vez ahí, porque el hombre y la mujer son los únicos de esta selva en peligro de deforestación que más que tropezar en la misma piedra, se lapidan a su manera.

Cada uno de nosotros hacemos de la primera vez nuestra propia fiesta, lo celebramos a nuestra manera. Y ahora que comenzamos a ver el verano como algo lejano, aunque hace dos días estábamos luciendo operación bikini pero con algún kilo adherido a la tripa, y regresamos a eso que llaman normalidad, con la vuelta al cole, los anuncios de colecciones y las noticias del síndrome postvacacional, se repiten igualmente en los telediarios como un anuncio de veinte segundos, el retorno de las novatadas.

A los que piensan que aquello es una simple inocentada  y qué malo tiene gastar eso que llaman bromas para dar la bienvenida y celebrar la primera vez, que se lo hagan mirar, porque si hay algo que nunca ha perdido la inocencia es ver a unos padres celebrar que su hijo se ha sentado por primera vez en la taza del váter y ha dejado de hacerse caca en los pañales.