DAMA DE NOCHE

Una noche más
se desnuda con pétalos de azar.
Desabrocha el botón de una camisa de seda
con la etiqueta made in China,
derrama el perfume por su cuello
donde las hienas acuden al olor
y deslizan los estambres
hambrientos de deseo,
con besos que no saben de amor.

Otra noche más, las lechuzas,
eternas insomnes,
vigilan la oscuridad
y acechan el miedo en los ojos de ella.
Observa cómo arroja su carne de prostituta
a la miseria de las manos de un extraño,
de los marineros sin tatuajes;
de los americanos con un idioma incomprensible
que fuman tabaco de contrabando.

Otra noche más, abre la cómoda
convertida en trinchera de los recuerdos:
    fotografías ocultas entre las sábanas
    jabones que no sentirán el agua correr
    los sobres con matasellos de veinticinco pesetas
    las dos entradas del Royal Cinema
       donde nos besamos, nos mordimos y descubrimos nuestras bocas;
       con el caos de las manos imprecisas
                                         perdimos la inocencia.

Llega otro amanecer,
los restos de la madrugada corren por las cañerías
bajo la lluvia que inunda las calles.
Ella acaricia las entrañas de su pasado
en aquella segunda sesión,
con la fragancia de la dama de noche
enredada en las paredes desconchadas
de ese cine de verano.

CON CHANDAL Y A LO LOCO

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Un sábado por la mañana. Un domingo matinal. Un día de fiesta en mitad de la semana. Las familias felices salen a pasear, a recorrer plazas, a buscar una terraza en este noviembre de difuntos porque el sol ha decidido salir radiante. Las familias felices recorren las calles, las avenidas del extrarradio de la ciudad, los parques de una naturaleza artificial. Pasean felices las familias. Los recién casados siguen aún tomados de la mano. Los padres primerizos empujan el carro de un bebé, que llora y llora sin parar, mientras el padre dice que hay cambiarle el pañal, y la madre, de reojo lo mira, y le dice que ya le toca de nuevo comer. La otra familia que se cruza se queda observando al bebé, mientras sujeta a su hijo que pedalea una bicicleta con cuatro ruedas, no se vaya a caer y estampe su cara en el suelo y terminen en el servicio de urgencias de un hospital que está saturado. Otra pareja que ya no se da la mano, se detiene ante la fachada de una vivienda unifamiliar, porque el perro que tira de él, no aguanta la incontinencia urinaria, y levanta su patita y se pone a miccionar.

Todas esas familias felices tienen algo en común: el chandal. Van vestidos con el uniforme de rigor, con un chandal de marca, de una de esas marcas de prestigio que aunque se hayan tejido en cualquiera sabe qué lugar, aquí es el reflejo de que las familias pueden seguir paseando felices en sus mundos. Sin embargo, nadie habla del daño que hace un chandal a las relaciones de pareja; nadie habla de que las familias son menos familia con ese uniforme deportivo; nadie dice que el chandal dominguero es el símbolo de esa rutina a la que algunos quieren acomodar a esta sociedad. Nadie lo dice, pero el chandal es el inicio de cualquier mal final. 

Al otro lado del océano, hace tiempo que algunos dirigentes también cambiaron el uniforme militar por un chandal con los colores de la bandera nacional. Pero eso es otra historia.