LOS INDESEADOS

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En Europa existe mucho indeseado suelto. No lo digo yo, y quizás no lo diga un reciente informe publicado por el Atlas de la Anticoncepción. Sin embargo, cuando leo la noticia y compruebo que el uso de condones, píldoras del día después y otros medios anticonceptivos, no están tan extendidos como pudiéramos pensar, es inevitable que mire a mi alrededor y me pregunte que cuántos de nosotros somos un fruto indeseado de ese momento que se le supone lleno de deseo; que cuántos de nosotros somos la pedrea de ese juego azaroso del sexo; que cuántos de nosotros no hemos sido engendrados con ese aderezo llamado pasión, palabra esta última que parece reservada al sueño romántico de los poetas del verso octosílabo (o tal vez, ni siquiera a ellos).

A primera vista, parece que tener la condición de hijo indeseado no tiene tanta importancia. No podemos olvidar que los padres, en ese ejercicio de autoperdón, cuando llega el momento del parto y el indeseado viene al mundo, se dicen a sí mismos -y al indeseado- que lo quieren igual que al resto de su prole. Es más, hacen de inmediato un ejercicio de olvido y manifiestan un llamado amor especial, casi más profundo que ninguno, pese a que saben que fue creado alejado de lo que algunos llaman la planificación familiar.

Discúlpenme si en los próximos segundos me convierto en un aguafiestas, pero todos sabemos que ninguno se escapará de ese momento en el que se le grabará a fuego la letra escarlata de ser un hijo indeseado. No voy a pedir a nadie que levante la mano y se señale. No pediré tal ejercicio de flagelación, porque bastante estigma tiene con no olvidar el momento en el que de repente conoce la noticia de su condición. Noticia que siempre llega de boca de sus padres, progenitores casi impolutos hasta ese momento, y que mediante el anuncio público en una fiesta familiar, entre risas, lo señalan con el dedo y dicen que «vino a este mundo sin ser buscado» (como si acaso hubiera estado perdido); o peor aún, que «llegó de penalti», porque al portero se le coló el balón entre las piernas y terminó en un gol que no debió subir al marcador (este país conserva aún esos matices machistas de tardes de domingos de fútbol, y que como no, atribuyen la culpa del error a la misma protagonista de siempre).

La exposición puede resultar tan grotesca, como imagino que tan real. Porque todos conocemos de situaciones semejantes, en las que al indeseado se le expone en el patíbulo del centro de una plaza pública, se le marca para el resto de sus días con ese halo de defecto de fabricación, y se le apedrea al final con esas palabras que se tiñen de una indeseable compasión, que indudablemente no discuto que estén llenas de amor.

Sin duda alguna, salvo la evidencia de que existe un alto porcentaje de hijos siempre deseados, lo que parece indiscutible es que los únicos salvados de esa condición de indeseados son los hijos adoptados, los que han sido engendrados gracias al in vitro y una cánula en una clínica de fertilidad, y los que vienen del polémico mundo de la gestación subrogada. Sobre este último, el debate queda tan abierto que por mucho que el tema se aborde con pasión (ahora parece que esta palabra ha quedado más para las discusiones que para el amor), no quiero terminar con una bronca como la que apuntó Almudena Grandes en su artículo titulado El progreso de la humanidad: Prohibir (El País); y ni quiero quedarme en la mercantilismo y privilegio de unos pocos como señaló Luis García Montero en su artículo titulado El fruto de tu vientre (Infolibre).

En este punto, no niego mi acercamiento a las reflexiones que ambos realizan sobre la libertad, la dignidad de las mujeres, el mercantilismo, los derechos individuales y los colectivos, los derechos de las minorías y las mayorías. No lo niego para nada, todo lo contrario, comparto sus pensamientos, hasta la última palabra, pero eso no me impide que me detenga en dos aspectos que sendos escritores anotaron en sus artículos, y que me provocan alguna que otra reflexión. De esta manera, cuando Almudena Grandes se refiere a que dónde queda la dignidad de la mujer, me pregunto si la reivindicación de la gestación subrogada podría incluso apropiarse de aquel lema de «nosotras parimos, nosotras decidimos» que se utilizó para reclamar el derecho al aborto, y entonces me pregunto cómo hacemos para prohibir un ejercicio de libertad (individual que al mismo tiempo es colectiva). Y con respecto a los argumentos esgrimidos por Luis García Montero, cuando dice que fue gracias a IU que se incluyó la posibilidad de que las parejas homosexuales pudieran adoptar, creo que no se detiene lo suficiente en observar el mercantilismo que existe alrededor de los procesos de adopción, y que aunque pensemos lo contrario, también queda reservado en favor de otra minoría.

En fin, a estas alturas, sigo en mi debate personal de encontrar una respuesta y un posicionamiento claro al respecto. Así que seguiremos leyendo y escuchando opiniones de uno y otro sentido. Pero de lo que me he dado cuenta, es que aquel relato que recogí en este blog y que fue llevado después al libro Historias de una casapuerta (Editorial Libros.com), y que titulé María, quizás se quedó en una posición demasiado romántica de este asunto, pero como bien apuntó García Montero y en eso coincidimos: en aquella Virgen María ya nos encontramos al primer vientre de alquiler.

 EL FRUTO DE TU VIENTRE

PROHIBIR

EL DESTINO ES UN SPAM


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Dentro de unas horas habrá llegado el día. Su día. No será el mejor de su vida, ni de las nuestras, pero el día está a punto de llegar. Aunque el destino resulta impredecible, en este caso, su final ya se había escrito hace más de un año, y se encontraba guardado en una carpeta perdida entre los papeles amontonados de una mesa cualquiera en una oficina de la tercera planta de un edificio en el Campo de las Naciones. 

Mañana ningún medio de comunicación se hará eco de la noticia. Mañana ninguna televisión tomará imágenes del momento, ni aparecerá en la escaleta de los telediarios. Mañana ningún periódico le dedicará un espacio, por pequeño que sea, en su primera página, ni en sus hojas interiores, y ni mucho menos, en las esquelas que poco a poco van desapareciendo de la prensa escrita. Mañana ninguna emisora de radio conectará en directo y le dará voz a ese lamento que en el silencio de la expiración gritará en sus últimos minutos entre nosotros. Y mañana, ninguno de esos medios llamados digitales, le obsequiará con una simple fotografía y varias líneas, porque a los banners publicitarios no les interesan este tipo de noticias. Mañana, nadie sabrá nada de nada.

A las cinco de la tarde del día D está previsto que el empleado de una subcontrata, que a su vez es subcontratista de otra empresa subcontratada por la empresa contratista que finalmente fue la adjudicataria, será el responsable de dar dos o tres martillazos a la base de cemento que lo sujeta al suelo, lo meterá como chatarra en un camión y se lo llevará hacia un destino desconocido. En unas horas todo habrá terminado, desaparecerá sin más, y ya no volverá a ser parte del mobiliario urbano de mi ciudad. Ese buzón de correos que ha formado parte de mi vida, y de la vida de muchos, y del que nadie se preocupó en alimentar discusiones banales acerca de si su color amarillo desentonaba con el entorno de las calles del centro histórico, le quedan unas horas de vida antes de su muerte anunciada. 

Resulta curioso como los seres humanos tenemos esa extraña capacidad de dar vida a un objeto inerte, de concederle algo tan inmaterial como es el alma, a algo que ni respira, ni late. Pero lo cierto, es que estamos ante un caso especial, y es que ese buzón de correos ha tenido tanta vida como las palabras que han viajado en su interior, tanta vida como las emociones expresadas en lágrimas y risas que se han ocultado en sobres de remitentes anónimos. Y cuando pienso que se acerca el momento, no puedo sino comenzar a sentir la nostalgia de lo que en unas horas desaparecerá y nadie echará de menos. 

No sé nada de las historias y secretos que pueden esconder otros buzones, pero  de éste, de éste conozco una historia que ha permanecido oculta a lo largo de los años y que hoy, cuando apenas le quedan horas para que deje de estar a nuestro lado, quiero que salga a la luz. Cuando lo recuerdo, pienso que tal vez algún abogado avezado habría aprovechado lo que sucedió para adquirir relevancia pública al estilo norteamericano, y habría interpuesto una de esas demandas estrambóticas contra el servicio de Correos, reclamando una indemnización millonaria de muchos ceros consecutivos. Sin embargo, el protagonista de la historia (uso el genérico por aquello de ocultar si era hombre o mujer), nunca quiso que lo ocurrido tuviese repercusión social, y el destino tomó el rumbo que tuvo tomar, gracias a ese pequeño margen de libertad que aún nos queda a los seres humanos.

Seré breve en el relato de lo sucedido y no adornaré con retórica literaria lo que aconteció. A este buzón de correos lo llamé el Atrapadestinos. Le puse dicho nombre porque en él permaneció durante más de veinte años una carta que nunca fue recogida por un empleado de correos, una carta que nunca se introdujo en una saca para llegar a su oficina de correos, que nunca fue transportada en una furgoneta, en un tren, o en un avión hacia otra ciudad. Aquella carta nunca viajó a esa otra ciudad, nunca llegó otra oficina de correos; nunca otro cartero la introdujo en otra saca y nunca la depositaron en el buzón de correos de su destino final. Aquella carta jamás viajó a lugar alguno.

Aquella carta era una simple carta que hablaba de una confesión de amor, de un destino compartido que nunca se compartió. Aquella carta se quedó dormida para la eternidad en ese buzón. Una carta que fue escrita, pero que nunca fue leída; una carta que guardó sueños y esperanzas, pero que quedaron en ese espacio de la duda que sus protagonistas conservaron para siempre sin saber lo qué realmente ocurrió. De todo este relato, lo único literario que encuentro es pensar que aquella carta se  convirtió en el texto de eso que llaman un amor platónico.

Hoy, cuando restan pocas horas para que llegue el fatídico momento, solo puedo esbozar una sonrisa cuando escucho hablar de eso que se denomina spam. De esa basura que nos inunda cada día las bandejas de entrada de nuestros correos electrónicos. Y es que después de todos estos años, a veces pienso que detrás de ese indeseable correo, puede encontrarse el grito de auxilio de una mujer maltratada, la carta de despedida de un niño acosado por el bullying, la carta de un hipotecado hasta las orejas pidiendo que el desahucio no se lleve a cabo porque alguien le ha dado un trabajo y que con los seiscientos euros que cobrará, seguirá alimentando a ese banco que no tiene alma.

Quedan varias horas, mañana nadie sabrá nada de nada, pero a veces tengo la sensación de que el destino es un spam.