LA CALLE DEL DESENGAÑO

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Ya no hacen falta treinta monedas de plata, hoy solo bastan dos de hojalata y un mísero billete gris de papel mojado. Ya no hace falta que la espalda sienta el filo de la hoja de un cuchillo, porque de frente son los ojos los que se clavan en la indiferencia de un reloj que se ha detenido. Ya no hace falta que llegue la noche y nos vuelva a engañar, porque la luz del día descubre cada mentira escondida en unas manos que se han manchado de reproches antes de acercarse a las mías. Ya no hace falta un mensaje en un contestador que no tiene espacio para respuestas enlatadas de una voz que tirita por el frío del invierno. Ya no hace falta que te pongas tus zapatos de los domingos, porque los adoquines sobre los que caminamos ya no se ven, ocultos bajo el alquitrán de un asfalto que ha sepultado nuestros pasos. Ya no hace falta que pintes tus labios con un carmín que se ha descorrido en las mejillas de otra cara, que no sabes qué esconde detrás de su máscara. Ya no hace falta buscar el número de una calle que no tiene puertas, ni ventanas con cortinas, ni balcones por donde escapar, con una farola rota por una piedra que aún yace en un rincón con olor a orina.

A ti te te digo, sí a ti, que ya no nos hace falta nada, porque el reloj se ha vuelto a poner en marcha, y podemos regresar sobre nuestros pasos en este callejón sin salida, que tenía en su entrada una señal de dirección prohibida, pero que los dos borramos con nuestros grafitis de frases hechas que nunca dijeron nada.

A ti te digo, sí a ti, que ya no nos hace falta nada en la calle de este cementerio donde los dos hemos acabado, separados por una pared de yeso, con el cemento que oculta tres malditos ladrillos sobre los que han colocado un bloque de mármol, donde han grabado con cincel nuestros nombres, pero que han olvidado la fecha en la que los dos, un día nos cruzamos.

 

 

¿SUBE O BAJA? (final)

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El azar lo tiene todo calculado. No deja nada a su suerte. Todo está bajo su control. El azar es el dueño de nuestro día a día, y nos hace creer que todo lo que nos sucede, es por esa falacia de la libertad de decisión que dicen que tenemos. Somos unos ilusos. Algunos dirán que exagero, que no estoy en lo cierto, que el azar no tiene tanta importancia como pienso. Pero si no fuera así, que alguien me explique si no hemos venido a este mundo por un puro juego de azar, porque entre tantos millones de espermatozoides y un óvulo solitario, aquí nos encontramos, convertidos en el resultado de un infinito cálculo de improbabilidades. 

En este punto de la historia, hoy comprendo más que nunca que el azar es el dueño de todo. Porque por azar llegué a esta ciudad, por azar me instalé en la decimonovena planta de este edificio; y por azar he estado viviendo aquí durante quince años. Y si no hubiera sido por ese azar, no os habría confesado mi pánico a las alturas, y que un secreto convierte a tu amigo en tu mayor enemigo; y no habría revelado que una mentira nos lleva a otra mentira, y que como mentiras que son, apenas esconden pequeñas verdades. Por esa misma casualidad convertida en azar, la música ha dejado de sonar en mi iPod, y ha transformado el silencio, ese silencio que se esconde en el ascensor, en una trampa de la que me resulta imposible escapar. Por aquella enfermedad que tengo en los juegos de azar, conocí a la chica del noveno, la del vestido negro, tras salir una madrugada del casino donde ella trabajaba. Y por ese incontrolable mundo de lo azaroso, el ascensor se ha detenido en la tercera planta, porque ese ha sido el final de su trayecto, donde todo ha terminado. Como lo que está a punto de terminar. 

Son las doce del mediodía y el calor es sofocante. A esta hora podría estar tomando una cerveza en el bar de la esquina, celebrando los restos de la noche de San Juan. Pero cuando compruebo que estoy de nuevo en manos del azar, no me queda más remedio que conjurarme a él, pensar que es mi fiel aliado, y creerme, una vez más, que todo está bajo el control de mi voluntad. Sin embargo, llegado ese momento, descubro que el único aliado del azar es el tiempo. Y esa alianza, os confieso, es la que da por concluida la historia de mi vida, y diría más, de nuestras vidas.

Los cuarenta y cinco segundos que tarda el ascensor en bajar las diecinueve plantas, se han convertido en seis horas aquí encerrado. Lo cuarenta y cinco segundos que debían llevarme desde esa falsa cima de poder en la que me creía encontrar, hasta pisar los adoquines de la calle, se han detenido. El tiempo, como ya os dije, corre de una manera distinta en el interior del ascensor. 

Apenas logro oir algunas voces ahí afuera. Y sólo escucho unos murmullos lejanos que leen un cartel que dice: Ascensor fuera de servicio. Averiado. No logro que me oigan. No consigo hacerme escuchar. Apenas puedo ya respirar. Y el tiempo discurre; y mientras tanto me ahogo; y el oxígeno no me llega. Me asfixio. Y noto como los borbotones de sangre recorren mis pulmones. Mi cabeza va a explotar de la angustia que siento, y de la soledad de verme ante la muerte. Y mis ojos comienzan a desvanecerse, mientras mis manos se apoyan en el suelo del ascensor que está encharcado de sangre. No puedo más. En este último hilo de aire que puedo respirar, sólo os pido una cosa: que me juréis unos, y que me prometáis otros, que guardaréis como un secreto lo que habéis escuchado y visto aquí.

FIN

 

IMPOSTURA

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He muerto arrodillado

por tus besos

por tus caricias

por tus miradas

por tus silencios.

Fui asesinado por la avaricia del idealismo,

por la impostura

de tu lengua

de tus manos

de tus ojos

de tus palabras.