Un viaje por la memoria


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En estos días de manta y abrigo, de bufandas, gorros y guantes. En estos días donde los ojos lloriquean por ese viento del norte, y la nariz entona las notas musicales del moqueo, nos hemos sentado alrededor de una estufa para recordar(nos) lo que una vez fuimos. Todos nos miramos y todos nos callamos.
El silencio no es de durar mucho rato.
Comenzamos a darle palique a la nostalgia de los tiempos, a reírnos de los instantes que la memoria guarda en algún lugar del cerebro, pero también de la piel. A sonreír por lo que nunca fue, pero pudo ser. A detener el reloj en unos años, que no sé si fueros mejores, pero que dejaron atrás pequeñas historias que no quedarán para los libros de historia, pero sí para ese libro de memorias que cada uno escribe a su manera.
Llegará el verano. Esta tierra se llenará de veraneantes, turistas anónimos y dueños de esas casas que permanecen cerradas más de trescientos días al año. Llegará el tiempo de la canícula, y la playa se convertirá en ese parque temático de sombrillas y flotadores, de bañistas, bañadores, bikinis y toples. Regresará con el asalto de las calles y las plazas por los veladores y las terrazas de los bares, y de esos que llaman pubs, en el sacrilegio de querer enterrar poco a poco el castellano por el inglés. Llegarán días de calor y de coches y más coches con sus cláxones y sus prisas en un tiempo que dicen que se dedica al descanso y al relax. Llegará el estío y las noches se alargarán. La playa nocturna se convertirá en el escenario de encuentros íntimos bajo la lluvia de estrellas de un agosto que verá que llega a su final con demasiada velocidad, por el ansia de asomarse a un otoño para que la nostalgia y la melancolía se reencuentren en cualquier casapuerta. Llegará con los amaneceres de princesas adolescentes que llevan en las manos sus tacones de cristal, y de príncipes azules descamisados. Llegará con las bibliotecas habitadas por los estudiantes de libros forrados de pegatinas de héroes musicales que duran lo que dura la canción del verano.
El silencio no es de durar mucho rato
Llegará. Llegará el verano y pasaré por el mismo lugar. Seguiremos viendo en nuestro recuerdo las puertas del Royal Cinema, y de aquella cola para comprar las entradas en los cines San Fernando, Playa y Florida. Seguiremos caminando y nos encontraremos la cartelera de cine colgada en la calle Padre Capote, en la calle Charco y en otros rincones de nuestro pueblo convertido en ciudad. Llegará el verano y bajo las estrellas de la segunda sesión, aquellos cines quedaron como el refugio de algunos para sentir que las fantasías no solo se proyectaban en las pantallas encaladas de cal.

Llegará el verano y sus puestas de sol. Con las prisas y las carreras de los empleados municipales recogiendo los toldos de la playa, mientras miraban de reojo a los jugadores de cartas, a los músicos de bañador punteando una guitarra y los besos de una pareja que se acababa de conocer. Llegará el verano de un Tambucho convertido en el salón minúsculo de una pizzería, porque el pez grande siempre se engulle al más pequeño. Llegarán las noches de verano, y las rutas de bares. Dejaremos que la Parra abra la carrera nocturna con sangrías, cervezas y juegos de monedas con dudoso final. Iremos al Nacional, al Fresa, al Patio, al Caracas, a los bares de macetones de cerveza, porque con cuatro duros en el bolsillo, el whisquy se lo tomaba el niño de papá y mamá. Y terminaremos la noche bailando en el April con las primeras luces del amanecer, sin olvidar que el Cortijo era algo más que un lugar de paso.
Llegará el verano y sus amores. Esos que una vez pensamos eternos, porque hasta el romanticismo piensa que nadie vendrá a derrocarlo de su propio altar de juventud. Llegarán las miradas, los besos, las caricias, las risas, los sueños que se despiertan sobresaltados por las despedidas hasta el próximo año. Año que ya nunca volverá a ser igual, porque las monedas que se lanzaron a una fuente como deseo, se las llevó el operario de la empresa de la limpieza, y nunca las dejó en la nave donde se guardan los objetos perdidos.
Llegará el verano de aquella adolescencia, el San Valentín a tiempo parcial y con un contrato de fijo discontinuo. Llegará para descubrir el amor de verano y se pondrá a trabajar como un loco, echando horas y horas, y sin ninguna propina que llevarse al bolsillo. Llegarán sí, llegarán los amores de verano con fecha de caducidad, pero que recordaremos para siempre porque pensamos que pudo ser para toda la vida. Algún inconsciente sigue escribiendo cartas de amor sin remite.
No sé lo que sucederá este año, pero cuando lleguen los días de calor, todo volverá a comenzar. Y es que al menos en nuestra adolescencia, el San Valentín fue un Cupido al que le tuvo que dar una insolación.
(Artículo publicado en Revista La Villana)

Ya lo cantó Carlos Cano
en aquella Rota Oriental:
dónde están tus huertos
dónde tus calabazas y tomates
dónde tus melones y sandías,
dónde el dulzor
de una bahía perdida entre yankees
que se visten con trajes de camuflaje.
Nadie le respondió al cantautor
que ya nada es igual.
Que tú caminas descalzo
por otras tierras de labor,
que riegas cada mañana la almáciga
de un paraíso donde es mayo en otoño
donde el invierno se viste del mes de San Juan.
Hoy la tierra yerma de este lugar
anhela las caricias de tus manos
arañadas por el tiempo y el sol,
de tus pausas a la sombra de una higuera
de tu cigarro al abrigo del norte
del agua fresca, de un pozo sin brocal.
Hoy los bancos de las plazas
siguen escuchando tu voz grave,
riendo a carcajadas con historias
de un pasado sin nostalgia ni melancolía,
de los silencios entre palabras
que destierran los dogmas
por vestirse con la razón.
Bien temprano esta mañana
el cielo se despejó de nubes
por ese viento que no nombro,
en el barbecho de una ausencia
que no abrirá las puertas del olvido,
escribo tu nombre en la arena
rotulo tu apodo en mi piel.