¿SUBE O BAJA? (1ª parte)

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Llevo quince años fingiendo. No cuatro, cinco, ni seis, sino quince. Como comprenderán, con cuarenta y cinco años a mi espalda y con una vida hecha, como se suele decir, no resulta fácil realizar una confesión a estas alturas de la historia, y menos aún, la que hoy por fin voy a hacer pública. Supongo que la decisión que he tomado se ha visto influenciada por los acontecimientos. No  quiero echar la culpa a lo sucedido, pero si no hubiera ocurrido, tal vez hoy continuaría callado. Alguien me dirá que uno es libre tanto para seguir en silencio como para confesar un secreto, pero no me negarán que siempre hay algo ajeno que te da ese empujón para terminar revelando lo que un día se decidió callar. Llegado a este instante, tengo la sensación de que a lo largo de estos años he realizado un viaje en taxi, un viaje en el que ha llegado el momento de bajar la bandera de ese trayecto, y de poner fin a este silencio que ha durado hasta donde ha tenido que durar. Llevo quince años mintiendo dirán algunos, quince años vistiendo de verdad lo que es una mentira. Quince años guardando un secreto. Me pregunto que quién es capaz hoy en día de guardar un secreto y llevárselo a la tumba, si ni bajo las lápidas se pueden esconder, porque si no, ya me dirán por qué hoy parece que las incineraciones se han puesto de moda, si no es para evitar que hasta después de muerto saquen nuestros restos y se revelen secretos que en vida nunca se supieron. Se me escapa una sonrisa de mis labios, pero lo hace más por puro nerviosismo, que por la gracia que me hace tener que confesar lo que un día decidí que sería inconfesable. Miro el reloj como si quisiera buscar una escapatoria en el tiempo, pero ya veo que el tiempo deja poco espacio para las huidas. En fin, son las doce del mediodía y el calor aprieta lo suyo en este final del mes de junio. Podría bajar al bar de la esquina, sentarme frente a la barra y tomarme una caña de cerveza, y así continuar con mi rutina diaria, pero creo que ha llegado el momento de arrodillarme ante el confesionario público de los rumores y confesarme ya de una vez.

La boca la tengo seca, demasiado seca -¿ven ustedes como lo de tomarse esa caña de cerveza no era mala idea?-. La garganta se me hace un nudo, pero no un nudo cualquiera, sino uno de esos nudos marineros que sujetan bien los cabos. Se hace difícil hablar, la verdad. Intento tragar la poca saliva que tengo. Llevo quince años fingiendo, quince años mintiendo…, sí joder, claro que sí, pero quién de ustedes no está en este momento fingiendo, ocultando lo que no quieren mostrar. Quién de ustedes no está viviendo en una mentira por pequeña que sea. Me va a estallar la cabeza, no lo soporto más. Bueno, ya está bien de tanto rodeo, que llegó el momento de confesarlo: tengo un miedo atroz a las alturas…. ¡Eh!, a ver, el que está al final de la sala, que deje de reírse; ¡shs!, y ese otro, el que se esconde detrás de la rubia de la melena, que deje de murmurar, que ya está bien hostia. Tengo pánico a las alturas, sí, ¿pasa algo?

continuará

LOS INDESEADOS

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En Europa existe mucho indeseado suelto. No lo digo yo, y quizás no lo diga un reciente informe publicado por el Atlas de la Anticoncepción. Sin embargo, cuando leo la noticia y compruebo que el uso de condones, píldoras del día después y otros medios anticonceptivos, no están tan extendidos como pudiéramos pensar, es inevitable que mire a mi alrededor y me pregunte que cuántos de nosotros somos un fruto indeseado de ese momento que se le supone lleno de deseo; que cuántos de nosotros somos la pedrea de ese juego azaroso del sexo; que cuántos de nosotros no hemos sido engendrados con ese aderezo llamado pasión, palabra esta última que parece reservada al sueño romántico de los poetas del verso octosílabo (o tal vez, ni siquiera a ellos).

A primera vista, parece que tener la condición de hijo indeseado no tiene tanta importancia. No podemos olvidar que los padres, en ese ejercicio de autoperdón, cuando llega el momento del parto y el indeseado viene al mundo, se dicen a sí mismos -y al indeseado- que lo quieren igual que al resto de su prole. Es más, hacen de inmediato un ejercicio de olvido y manifiestan un llamado amor especial, casi más profundo que ninguno, pese a que saben que fue creado alejado de lo que algunos llaman la planificación familiar.

Discúlpenme si en los próximos segundos me convierto en un aguafiestas, pero todos sabemos que ninguno se escapará de ese momento en el que se le grabará a fuego la letra escarlata de ser un hijo indeseado. No voy a pedir a nadie que levante la mano y se señale. No pediré tal ejercicio de flagelación, porque bastante estigma tiene con no olvidar el momento en el que de repente conoce la noticia de su condición. Noticia que siempre llega de boca de sus padres, progenitores casi impolutos hasta ese momento, y que mediante el anuncio público en una fiesta familiar, entre risas, lo señalan con el dedo y dicen que «vino a este mundo sin ser buscado» (como si acaso hubiera estado perdido); o peor aún, que «llegó de penalti», porque al portero se le coló el balón entre las piernas y terminó en un gol que no debió subir al marcador (este país conserva aún esos matices machistas de tardes de domingos de fútbol, y que como no, atribuyen la culpa del error a la misma protagonista de siempre).

La exposición puede resultar tan grotesca, como imagino que tan real. Porque todos conocemos de situaciones semejantes, en las que al indeseado se le expone en el patíbulo del centro de una plaza pública, se le marca para el resto de sus días con ese halo de defecto de fabricación, y se le apedrea al final con esas palabras que se tiñen de una indeseable compasión, que indudablemente no discuto que estén llenas de amor.

Sin duda alguna, salvo la evidencia de que existe un alto porcentaje de hijos siempre deseados, lo que parece indiscutible es que los únicos salvados de esa condición de indeseados son los hijos adoptados, los que han sido engendrados gracias al in vitro y una cánula en una clínica de fertilidad, y los que vienen del polémico mundo de la gestación subrogada. Sobre este último, el debate queda tan abierto que por mucho que el tema se aborde con pasión (ahora parece que esta palabra ha quedado más para las discusiones que para el amor), no quiero terminar con una bronca como la que apuntó Almudena Grandes en su artículo titulado El progreso de la humanidad: Prohibir (El País); y ni quiero quedarme en la mercantilismo y privilegio de unos pocos como señaló Luis García Montero en su artículo titulado El fruto de tu vientre (Infolibre).

En este punto, no niego mi acercamiento a las reflexiones que ambos realizan sobre la libertad, la dignidad de las mujeres, el mercantilismo, los derechos individuales y los colectivos, los derechos de las minorías y las mayorías. No lo niego para nada, todo lo contrario, comparto sus pensamientos, hasta la última palabra, pero eso no me impide que me detenga en dos aspectos que sendos escritores anotaron en sus artículos, y que me provocan alguna que otra reflexión. De esta manera, cuando Almudena Grandes se refiere a que dónde queda la dignidad de la mujer, me pregunto si la reivindicación de la gestación subrogada podría incluso apropiarse de aquel lema de «nosotras parimos, nosotras decidimos» que se utilizó para reclamar el derecho al aborto, y entonces me pregunto cómo hacemos para prohibir un ejercicio de libertad (individual que al mismo tiempo es colectiva). Y con respecto a los argumentos esgrimidos por Luis García Montero, cuando dice que fue gracias a IU que se incluyó la posibilidad de que las parejas homosexuales pudieran adoptar, creo que no se detiene lo suficiente en observar el mercantilismo que existe alrededor de los procesos de adopción, y que aunque pensemos lo contrario, también queda reservado en favor de otra minoría.

En fin, a estas alturas, sigo en mi debate personal de encontrar una respuesta y un posicionamiento claro al respecto. Así que seguiremos leyendo y escuchando opiniones de uno y otro sentido. Pero de lo que me he dado cuenta, es que aquel relato que recogí en este blog y que fue llevado después al libro Historias de una casapuerta (Editorial Libros.com), y que titulé María, quizás se quedó en una posición demasiado romántica de este asunto, pero como bien apuntó García Montero y en eso coincidimos: en aquella Virgen María ya nos encontramos al primer vientre de alquiler.

 EL FRUTO DE TU VIENTRE

PROHIBIR

DÓNDE SE HAN PERDIDO LAS PANCARTAS

 

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Llevo un rato buscando una palabra. He encontrado varias, pero en ese intento de sintetizar la lluvia de pensamientos que se me pasan por la cabeza y de resumirlo en un concepto, la primera que se me viene, me la callo. He decidido sólo pronunciar la segunda, que igual podría haber sido la primera, aunque lo dudo, porque no voy a negar cierta rabia contenida, y cuando se retiene la rabia, la primera palabra que aparece, siempre es preferible no mencionarla.

Indiferencia. Esa es la segunda palabra. La primera la dejo guardada en una cartuchera, recordando a ese juguete de la niñez que hoy es menospreciado por su beligerancia. Esa cartuchera donde, de niños, guardábamos las dos pistolas que decíamos de mentira y que disparaban eso que llamábamos mixtos, dejando en el aire ese aroma a petardo mal explotado. Hoy con el paso de los años, esas cartucheras y esas pistolas de petardos, resultan un insulto, un horror para la educación y la formación de nuestros más pequeños, porque estamos invitándolos con aquellas armas al uso de la violencia. Y, por supuesto, nadie quiere educar a sus hijos bajo ningún elemento que nos lleve a la violencia.

Por lo tanto, utilizo la segunda palabra que se me ha venido a la mente, ejerciendo ese derecho propio de autocensura que uno puede usar sin que nadie lo sepa, aunque ahora no me importe que se conozca. Quizás alguno me venga a decir que no ejerzo mi libertad de expresión, que a qué viene ese ejercicio de censura en estos tiempos, cuando es un derecho que hemos ganado con la democracia, con la lucha por la consecución de los derechos humanos. Y claro que sí, cuánta razón llevan esos ilustrados que me dicen que debo no callarme y que ejerza por ello mi libertad de expresión. Y me ponen el ejemplo que no hace muchas fechas, todos los responsables políticos salieron a la calle, asaltaron las avenidas, y detrás de una pancarta protestaron por la muerte de unos periodistas, bajo ese paraguas de un ataque a la libertad de expresión. Cuánta razón llevan esos ilustrados. No me había dado cuenta de ello. Después de tanto tiempo, hoy debo ejercer ese derecho porque son nuestros mayores los que han luchado para ello.

Pues bien, en ese ejercicio de mi libertad de expresión, os condeno a todos. Esa indiferencia a mí me da vergüenza. Vosotros, los ilustrados, esos que se han disfrazado de representantes públicos y políticos, estáis mostrando una indiferencia que me avergüenza. ¿Cómo pretendéis construir una sociedad mejor basándola en esa indiferencia? ¿no es quizás esa indiferencia un arma más peligrosa que esas pistolas de petardos?

Hace unos días, han muerto más de setecientas personas. Repito, setecientas personas. Personas que huyen de la miseria, del hambre, o de esos que les impiden ejercer su propio derecho y libertad de expresión. Y sin embargo, en esta vieja Europa, esta autoproclamada tierra de las libertades, hemos dado la espalda a esos muertos, porque quizás no todos los muertos valgan lo mismo. Todos han pensado que esos que estaban cruzando el mar, no eran de los nuestros.

¿Dónde se han perdido ahora las pancartas?