LA TORTILLA ESPAÑOLA

 

Lunes de vendetta


El publicista ha conseguido su objetivo: de nuevo he fijado mi atención.


 

Ignoro si los anuncios son los actores secundarios de los programas televisivos, o los protagonistas de la programación diaria de las televisiones de este país. En estos días de asueto estival y descanso interrumpido por un agosto habilitado por un ministerio de justicia e injusticias, ando revuelto con la letra pequeña de los veinte segundos que se cuelan de espacio publicitario y que interrumpe, como buen polizón, el mejor momento de una serie nacional que me ayuda a conciliar la siesta.

Después de un sueño efímero y una tarde de lectura, a pocos minutos de preparar la cena con el fuego apócrifo de la vitrocerámica, las sartenes dispuestas y la mise en place que no es un mènage a trois, vuelve ese anuncio de una tortilla española que dice estar elaborada con huevos camperos de gallinas en libertad. El publicista ha conseguido su objetivo: de nuevo he fijado mi atención. Pero lo siento mucho, algo falla en la publicidad cuando en este momento no recuerdo el nombre comercial de ese producto tan típico en las barras de los bares y en los tupper de bañistas domingueros que este año se distancian en las arenas secas de las playas.

1850edf0-7d48-48f3-ba05-45b159710fbe (002)Me meto de lleno en la cocina. Observo el color de los huevos antes de que mi tortilla francesa se convierta en un revuelto, por aquello de que el malabarismo con la sartén se haya visto alterado por un mensaje de whatsapp. Alguien ha compartido en uno de esos grupos de nombre impronunciable una noticia de última hora: «Cayetana ha cometido otra cayetanada».

Mientras remuevo ligeramente los tres huevos con la destreza de un buen tenedor y plato hondo, compruebo que son camperos a buen seguro, porque están teñidos de ese amarillo que no hace mucho algunos enarbolaron como signo de libertad. Aunque para mí ese color lo que me trae es la felicidad de ver al Cádiz jugando el próximo año en primera.

Remuevo los huevos lo necesario para que no pierdan jugosidad y les falte gracia al paladar de mis comensales. Mientras lo aparto del fuego atemperado de una cocina sin llama, pienso en esas gallinas en libertad que han permitido que esta noche degustemos con la distancia debida y medidas de seguridad, a este fracaso de tortilla de huevos nacidos de unas aves que corretean libres por el campo.

Los invitados han comenzado a llegar. Unos comentan la jugada de Cayetana. Otros hablan de un tal Bosé, que tiene que ser algo así como el asesor de un comité expertos de ese grupo que niega la gravedad de la situación que estamos viviendo.

La mesa está puesta. Mis invitados están sentados, preparados para engullir viandas, aperitivos, bebidas y algún licor en esta noche de verano. Pero antes de bendecir la cena pido excusas a mis comensales cuando pongo este revuelto de huevos llegados de la libertad y libertinaje. Pido disculpas porque después de ser testigo de otra cayetanada, escucho a Bosé y me recuerda que los dos juntos son muy parecidos a aquel otro que también proclamó la libertad como bandera; y la casualidad hace que los dos extremos no sólo compartan el apellido de Toledo, sino la habilidad para montar un buen espectáculo.

Este mènage a trois de abanderados no sé hasta qué punto han reflexionado en algún momento sobre el verdadero significado de la palabra Libertad, pero alguno estará pensando que lo importante es lo importante y es si nos gusta más la tortilla con cebolla o sin ella.

Como esta noche me he quedado sin patatas, prefiero el revuelto con acelgas a la tortilla francesa.

 

¿SUBE O BAJA? (final)

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El azar lo tiene todo calculado. No deja nada a su suerte. Todo está bajo su control. El azar es el dueño de nuestro día a día, y nos hace creer que todo lo que nos sucede, es por esa falacia de la libertad de decisión que dicen que tenemos. Somos unos ilusos. Algunos dirán que exagero, que no estoy en lo cierto, que el azar no tiene tanta importancia como pienso. Pero si no fuera así, que alguien me explique si no hemos venido a este mundo por un puro juego de azar, porque entre tantos millones de espermatozoides y un óvulo solitario, aquí nos encontramos, convertidos en el resultado de un infinito cálculo de improbabilidades. 

En este punto de la historia, hoy comprendo más que nunca que el azar es el dueño de todo. Porque por azar llegué a esta ciudad, por azar me instalé en la decimonovena planta de este edificio; y por azar he estado viviendo aquí durante quince años. Y si no hubiera sido por ese azar, no os habría confesado mi pánico a las alturas, y que un secreto convierte a tu amigo en tu mayor enemigo; y no habría revelado que una mentira nos lleva a otra mentira, y que como mentiras que son, apenas esconden pequeñas verdades. Por esa misma casualidad convertida en azar, la música ha dejado de sonar en mi iPod, y ha transformado el silencio, ese silencio que se esconde en el ascensor, en una trampa de la que me resulta imposible escapar. Por aquella enfermedad que tengo en los juegos de azar, conocí a la chica del noveno, la del vestido negro, tras salir una madrugada del casino donde ella trabajaba. Y por ese incontrolable mundo de lo azaroso, el ascensor se ha detenido en la tercera planta, porque ese ha sido el final de su trayecto, donde todo ha terminado. Como lo que está a punto de terminar. 

Son las doce del mediodía y el calor es sofocante. A esta hora podría estar tomando una cerveza en el bar de la esquina, celebrando los restos de la noche de San Juan. Pero cuando compruebo que estoy de nuevo en manos del azar, no me queda más remedio que conjurarme a él, pensar que es mi fiel aliado, y creerme, una vez más, que todo está bajo el control de mi voluntad. Sin embargo, llegado ese momento, descubro que el único aliado del azar es el tiempo. Y esa alianza, os confieso, es la que da por concluida la historia de mi vida, y diría más, de nuestras vidas.

Los cuarenta y cinco segundos que tarda el ascensor en bajar las diecinueve plantas, se han convertido en seis horas aquí encerrado. Lo cuarenta y cinco segundos que debían llevarme desde esa falsa cima de poder en la que me creía encontrar, hasta pisar los adoquines de la calle, se han detenido. El tiempo, como ya os dije, corre de una manera distinta en el interior del ascensor. 

Apenas logro oir algunas voces ahí afuera. Y sólo escucho unos murmullos lejanos que leen un cartel que dice: Ascensor fuera de servicio. Averiado. No logro que me oigan. No consigo hacerme escuchar. Apenas puedo ya respirar. Y el tiempo discurre; y mientras tanto me ahogo; y el oxígeno no me llega. Me asfixio. Y noto como los borbotones de sangre recorren mis pulmones. Mi cabeza va a explotar de la angustia que siento, y de la soledad de verme ante la muerte. Y mis ojos comienzan a desvanecerse, mientras mis manos se apoyan en el suelo del ascensor que está encharcado de sangre. No puedo más. En este último hilo de aire que puedo respirar, sólo os pido una cosa: que me juréis unos, y que me prometáis otros, que guardaréis como un secreto lo que habéis escuchado y visto aquí.

FIN