Zambomba primaveral

Con dos cajones, tres zambombas, las palmas al compás y un villancico por bulerías montamos un lío navideño en primavera.

Nuestra democracia está repleta de frases célebres y momentos inolvidables. No voy a descubrir ahora el arte que recorre las calles y las plazas jerezanas y, menos aún, el de su embajadora: la Faraona.

¡Ay Lola, Lola, Lola!

Recuerdo cómo la matriarca de los Flores, en el enlace matrimonial de su hija, suplicaba a gritos: ¡Si me queréis algo, irse! Pero el público que abarrotaba la iglesia para presenciar la boda de la vástaga homónima de la Faraona no se marchó, y aquella Lolita en diminutivo que nada tenía que ver con la protagonista de la novela de Nabokov, creo que nunca olvidará su momento nupcial. Pero como no hay una sin dos, si doña Lola nos dejó aquel momento inolvidable, poco después se convirtió en la precursora del crowdfunding ibérico, reclamando a cada español que le pagáramos los impuestos que había olvidado ingresar en el cajonazo de la temida Hacienda.

¡Ay Lola, Lola, Lola!

Aquellos gritos de la Faraona me llevan a otro grito inolvidable de nuestra democracia: el ¡Pedroooooooooooo! de Penélope Cruz. Supongo que el director de cine manchego guardará en su memoria para siempre ese instante donde el repique de la garganta desgañitada de la Cruz ha quedado como el eco de unos taconazos lejanos; sin olvidar el ataque emocionado de un Banderas, llamado Antonio, que estuvo al borde de un ataque de nervios y que a buen seguro se encomendó en alguna plegaria a su Virgen de Lágrimas y Favores.

Pero Pedro, al Almodóvar me refiero, me lleva a otro Pedro y no precisamente al que algunos imaginan, sino a otro ilustre jerezano, porque a Jerez tenemos que volver. En esta primavera, con un brote alérgico, nariz congestionada y dos estornudos por seguidillas, recuerdo a Pacheco, a ese edil al que atribuyeron otra cita famosa: «la justicia es un cachondeo». Aunque el hombre acabara años después entre rejas, no dijo aquellas palabras (como verán, los fake no son algo de hoy), pero sí pronunció algo muy parecido. Por ese motivo, si alguien se detiene un momento y lee el texto que aparece en la fotografía, puede que llegue a la misma conclusión que aquel alcalde jerezano.

Me marcho, lo hago cantando por fandangos y alegrías, porque esta vez no he podido evitar que me llegara al alma esa expresión: «…por el propio ambiente navideño…»

Posdata: ¡Pedrooooooooo!, si alguna vez lees esto, no olvides hacer un cortometraje con el surrealismo y el esperpento de esta España de zambomba y pandereta.

EL COLOMBROÑO

Si me permites un consejo: aléjate de un colombroño. Si no puedes hacerlo, quédate en alerta y no te despistes, porque puedes unir tu destino a un desconocido y las consecuencias pueden ser catastróficas, o al menos, nada deseables.

Como me debo a su anonimato, llamaremos Paloma a la protagonista de esta historia. ¡Tú, sí sí, tú!, la que está leyendo este artículo. Si te llamas igual que nuestra Paloma, ya sabes que es tu tocaya. Y si no lo sabías, también es tu colombroño.

El día que Paloma entró en el despacho, lo hizo llorando. Las lágrimas no son extrañas entre las paredes de nuestras oficinas, porque cada persona viene con su propia historia, donde se acumulan horas de insomnio y horas donde el reloj nunca avanza. Paloma tomó asiento, aunque bien parecía suspendida en la silla porque su cuerpo apenas había terminado de acomodarse. Su mirada se perdió en el bolso que había depositado en el suelo. No me miró. «Ayúdeme» fue la única palabra que pudo pronunciar antes de que se le rompiera la voz y comenzara de nuevo a llorar.

Una hora después, Paloma se marchó. No fue posible calmarla, o al menos no en lo que uno hubiese deseado. Pero su historia no sólo quedó en las notas de un cuaderno, su historia se coló entre otras historias para comenzar una aventura que tenía como objetivo recomponer el nombre de Paloma, su pasado que no era suyo y un futuro donde olvidar lo que aquella mujer estaba viviendo.

Dicen que en algún lugar de este mundo tenemos un “doble”. Aunque no todo lo que se dice o rumorea es cierto, tampoco seré yo quien ponga en duda dicha afirmación. Pero con Paloma, su “doble” no era de parecido físico, sino de semejanza nominal. Paloma tuvo un colombroño que hizo de su vida un calvario. Un buen día su nombre y sus apellidos aparecieron en el juzgado. Fue en ese momento donde comenzó una cadena de errores. Alguien escribió en una diligencia que estaba casada en segundas nupcias, sin conocer que ella había conocido a su único marido cuando sólo contaba con catorce años; que había residido en la ciudad de los Omeyas, ignorando aquellas diligencias que su único viaje fue el de bodas a la capital Hispalense; que trabajaba en un bar de copas, desconociendo aquellos autos que trabajaba limpiando en tres casas como empleada de hogar sin cotizar.

Hace unos días, Paloma ha vuelto al despacho. Es otra mujer. O la misma, pero con una sonrisa en sus labios. El Ministerio de Justicia acaba de reconocerle una indemnización por los errores judiciales que se sucedieron. «Por una vez, me hubiese gustado ser un número, el del DNI que nunca se detuvieron en mirar», pronunció Paloma con la voz temblorosa porque sabía que el colombroño por fin se había aclarado.