MEJOR SOLO QUE MAL ACOMPAÑADO

Canta Sergio Dalma y sus fieles voces de karaokes y verbeneros que «bailar de lejos no es bailar, es como estar bailando solo». Con su voz medio rota, recuerda a Claudio Baglioni, Nicola di Bari y Toto Cotugno, pero Dalma tiene la virtud de conseguir que cuando suena su famosa canción, las plazas de los pueblos en fiestas se llenen de parejas danzando al estilo clásico de bailar pegados. Un buen entendedor en el arte del movimiento corporal, al son de la música, dirá que bailar juntos no es cualquier cosa, porque el riesgo de pisar a la pareja de baile, o de un traspiés que acabe con los dos en el suelo, puede convertirse en un accidente laboral. ¡Cuidado!, que nadie confunda el cambio en los pasos de baile con caerse en casa teletrabajando, esto último ya es causa para pedir la baja en el trabajo.

En China no sé cómo harán lo de bailar pegados, pero en la semana que celebran el Día del Soltero, andan como locos por aumentar las ventas por internet. El país de la hoz y el martillo, el de aquella economía colectiva, ha sabido crear adictos al consumo. Los singles y el individualismo son la seña identidad. ¡Cuidado!, que nadie confunda a estos singles con aquellos pequeños discos de vinilo, donde es posible que hayas escuchado una y otra vez el Bailar pegados de Sergio Dalma a 33 revoluciones, aunque acabes la canción todo revolucionado y con exceso de velocidad.

Sin embargo, en España, el Ayuntamiento de Málaga ha decidido acabar con las despedidas de solteros y solteras, con las fiestas callejeras de penes occipitales, de las muñecas hinchables como compañeras ocasionales; en algún bando municipal publicarán el fin de los disfraces de las novias adornadas con su banda de Miss Soltera a punto de entrar en el estado marital. ¡Cuidado!, que nadie piense que no hay que celebrar la pérdida de la soltería, pero como advierten las botellas de alcohol: haga usted un consumo responsable de su aparente ejercicio de libertad.

En esta semana de la soltería, la pareja de gobierno ha decidido aparcar sus rencillas y dejar a un lado su crisis sentimental. En un ejercicio urgente se han reconciliado para cambiar el Código Penal, aunque desconocemos si lo han hecho porque la sociedad lo estaba pidiendo a gritos en la calle. No sabemos cuánto tiempo durarán los efectos de la reconciliación, pero dentro de un año volveremos a escuchar el estribillo de que es mejor estar solo que mal acompañado. ¡Cuidado!, que las reconciliaciones son necesarias, porque como canta Sabina: Nos sobran los motivos y tenemos 19 días y 500 noches.

¿Quieres un café solo o con una nube de leche? En la nube de mi Spotify escucho La llamada de Leiva.

EN CAÍDA LIBRE

Cuando me dispongo a escribir estas palabras, lo hago con una duda: ¿uso el pretérito perfecto simple o el pretérito perfecto compuesto? La tentación y el deseo me llevan al primero, la realidad me hace caminar hacia el segundo.

No hace veinticuatro horas que me lo han presentado. Hemos entrelazado las manos como saludo de cortesía. Su voz, nada fuera de lo normal. No tiene una tonalidad especial, ni grave ni aguda, sin acento de un lugar u otro; es un híbrido de muchas partes y de ninguna. Intentando que no se percate, realizo un breve recorrido visual. No pretendo radiografiarle ni caer en el análisis, pero con un primer vistazo ya tengo mi idea hecha. El cárdigan azul, camisa blanca de cuello inglés y pantalones vaqueros con la etiqueta de jeans lo convierte en el prototipo de niño bien. Su barba, cuidadosamente descuidada. Las gafas progresivas, que coloca en el lugar exacto de su nariz aguileña, es lo más cercano que he visto a una pose de progre de sofá; necesita disimular que la cartera la tiene repleta de tarjetas bancarias con los colores de las medallas de un podio olímpico. Se llama Jenaro Jiménez, aunque él prefiere llamarse Genaro Giménez. Aparentemente, que use la j o la g no tiene importancia, pero el sujeto tiene un cierto regusto a vanidad, y para mí, que se autoproclame como Genaro Giménez lo que me invita es a colocarle como segundo apellido el de Gilipollas. Este prenda no hace falta que alcance las tres G, para saber que necesita muy poco para perder la conciencia.

Es un charlatán. Después de cinco minutos de conversación, el corrillo que lo rodea ya sabe que GG (siglas por el que se le conoce) se dedica a la inteligencia artificial, aunque alguno murmura que es técnico especialista en informática de apaga y enciende (la solución universal de cualquier problema tecnológico). Después de cinco minutos más de monólogo de GGG (estas siglas se la atribuyo de cosecha propia), se agolpan nuevos invitados y descubrimos que su afición a la música no le ha llevado a tocar la guitarra española, la bandurria ni la flauta (como a cualquier ciudadano normal), sino que lo suyo es darle al ukelele. Es evidente que al tipo le gusta dar la nota. Y después de otros quince minutos donde no ha parado de dar su discurso con tintes mitineros, el GG, o GGG según se tercie, reconoce que prefiere ver las películas en versión original, o como mucho con subtítulos, para perfeccionar el B1, el B2 y el C que está a punto obtener.

Como habrán podido comprobar, GG, que no es JJ, pero sí GGG, no es un sujeto que pudiéramos llamar normal (quién lo es). Hace escasamente unas horas que lo he conocido y, en ese tiempo que confieso es muy poco para saber más de él, me doy cuenta que no es que no me caiga bien, sino que me cae particularmente mal. A decir verdad, si de caer bien o mal se trata, tenemos que tener presente que hasta uno mismo cae como cae. Indudablemente, lo de caer (y caerse) siempre ha sido un deporte de riesgo.