UN ROSCÓN DE REYES

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Llega brillante, exultante, deseable. Llega relleno de nata, trufa o crema.

Aparece como colofón de una fiesta que cada año repite escenas, encuentros y vivencias. Aparece como broche final a unos días donde el tiempo y las rutinas se apartan para dejar paso a unos momentos repletos de recuerdos, añoranza, esperanza, y buenos propósitos para los nuevos tiempos que nos esperan. Y aparece para poner fin a la gula que ha vestido la mesa en estas semanas. 

Ahora que los más pequeños andan revueltos y entretenidos con los regalos de Reyes, la casa tiene hoy un sonido diferente por los gritos y las voces de los que un día serán las mujeres y los hombres del futuro. Mientras ese mundo de felicidad se escucha al otro de la pared, los dos estamos en la cocina recogiendo los restos de un desayuno que hoy ha resultado algo más atropellado de lo normal. Nos miramos. Sonreímos. No hablamos. No hace falta que hablemos, porque nuestras miradas que se han llenado de lágrimas no necesitan de palabras. Reímos. Reímos. Reímos. Nos comemos a mordiscos. Para terminar, nos damos un bocado para endulzar el final  y pensar que hasta el próximo año no nos volveremos a encontrar.

No paramos de reír. No paramos.

No paramos. Sin embargo, los dos permanecemos casi abandonados a cada lado  de la cocina. Olvidados. Olvidados después de que hayamos sido parte de sus vidas durante estos días. Olvidados después de que hayamos dado muchas alegrías. De que hayamos subido el ánimo. De que hayamos hecho hasta soñar. Incluso a uno de los dos, nos han dado la vuelta pensando que aquello podría durar toda una eternidad. Pero no, aquí nos encontramos, olvidados en cada extremo de esta cocina, como parte de los restos de otra navidad. Nos miramos. Sonreímos. No nos reímos. Los dos pensamos igual: que en nuestras navidades pasadas nunca estuvimos, y que nuestra esperanza se resume en desear que regresemos para las navidades futuras, intentando visionar nuevos sueños, como en aquel cuento de Navidad, pero olvidando el mal espíritu del Sr. Scrooge.

El roscón de reyes y el jamón se miran. Ríen. Sonríen. Se despiden. El jamón convertido en hueso y los restos de un dulce que bien podría ser reina, se dicen adiós. Regresaremos en las navidades futuras, con el deseo de que sea con salud, paz y prosperidad.

Mientras tanto, los de siempre siguen haciendo el mismo ruido, y el resto…, el resto pagaremos el roscón para que no se nos atraganten las habas.

LUGAR DE TRÁNSITO

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Una postal sin matasellos desde algún lugar de este planeta que ha perdido su órbita.

El petate de un soldado de reemplazo que nunca ha estado en guerra y que espera al autobús que lo llevará al frente de su propia batalla. La prostituta que lanza un beso al aire a un cliente en el hall de un hotel de una estrella, que está a las afueras de una ciudad dormitorio donde deambulan los insomnes cada noche. La gasolinera donde hace siete días que nadie reposta en un surtidor de gasolina de 95 octanos y que vende condones a un euro el polvo, almacenados en un expositor de plástico diseñado por Oki Sato. En la parada de taxi alguien se baja de un coche de alquiler por horas y se enciende la luz roja de vuelvo en cinco minutos. El maquinista que se baja de un tren marcha para cambiar las agujas de unos raíles que pasa de largo en una estación de un pueblo abandonado en el que viven siete vecinos y que el destino ha decidido descarrilar. En el muelle de atraque número tres, los consignatarios de una patera de lujo despliegan una alfombra roja para ver el desfile de inmigrantes que no traen dólares ni euros en los bolsillos a este sur convertido en norte de una esperanza con billete de vuelta. La puerta de embarque de un aeropuerto donde despega un avión cada cinco días y que se ha bloqueado porque un pasajero lleva un cinturón lleno de petardos para celebrar la noche de fin de año.

Acabo de recibir la postal que me has enviado por correo electrónico y en el móvil suena los primeros acordes de My way de Sinatra. Es un whatspp tuyo para decirme que te espere mañana, que llegarás tarde, pero que buscarás la manera de cambiar la hora de un reloj suizo fabricado en Vietnam, para ese reencuentro que no habíamos planeado.

 

UN DÍA ME IMPORTARON MENOS TUS BESOS QUE TUS OJOS

 

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Los besos de Claudia no son los besos de Ella. Claudia besa con la serenidad de saber calmar los días más complicados. Claudia besa con esos labios de seda, haciendo sentir la dulzura que el aroma de su piel se posa en mis labios. Claudia besa deteniendo el tiempo lentamente, ralentizándolo, provocando que las agujas del reloj queden suspendidas en el tiempo. Ella…Ella besa con la carne. Te desgarra la boca, te abre los labios y sientes que la sangre te desborda con el calor del deseo. Ella muerde en cada beso, con la lengua que mete hasta el final de tu garganta, hasta que te asfixia. Ella convierte cada beso en un éxtasis que te hace perder la noción del momento que vives, pero que después te resulta imposible olvidarlo.

Los besos de Ella siempre han sido diferentes a los besos de Claudia. Y así fueron los besos de Ella durante los primeros años, hasta que poco a poco se fueron difuminando sin darnos cuenta, transformándose en una rutina que había olvidado la improvisación del comienzo, porque aquellos besos tenían precisamente eso, improvisación. Improvisación porque derramaba su boca por cualquier parte de mi cuerpo. Improvisación porque estaba dispuesta a explorar sin miedo a descubrir. Improvisación porque hacía de cada instante el último, sin importarle lo que viniera después. Improvisación porque me derrumbaba a su lujuria. Improvisación porque nada detenía el deseo, ese deseo que añoro, y que ahora se confunde con los besos de Claudia, porque los besos de Claudia no se han transformado, continúan siendo los mismos que los del principio, iguales a los del primer día. Los besos de Claudia me siguen todavía despertando el amanecer. Siguen apareciendo sin miedo en esa rutina de cada día cuando regresamos del trabajo, siguen estando cuando estamos delante de nuestro hijo mientras él nos mira, como buscando algo, como queriendo que le digamos que lo queremos sin pronunciar una palabra. Los besos de Claudia son los besos de cada noche antes de irnos a dormir, los que me da antes de apagar la luz, los que despide un día tras otro, sin buscar otro destino que continuar con la misma historia. Esos besos de Claudia sé que nunca nos faltarán.

Pero ahora ya no me importan sus besos, ahora me importan más sus ojos, su mirada perdida cuando nos abrazamos y nos besamos, porque ahora ya no cierra sus ojos al besarnos. Ahora me importan más sus ojos, porque no sé dónde está su mirada cuando apoya su cabeza en mi hombro. Ahora me importan más sus ojos, porque en ese momento, el beso ya no existe, sus labios ya no se encuentran con los míos, pero su mirada no sé a qué lugar se aleja, adónde se marcha de entre nosotros dos. Y en ese instante mi cabeza comienza a dar vueltas y parece que va a estallar, porque quizá es ese momento cuando Claudia anhele volver a ser Ella, y yo no lo sepa, o tal vez ni Claudia ni Ella quieran volver a estar aquí, y yo me haya dado cuenta, pero lleve tiempo diciendo que eso no puede suceder, negando una evidencia que no requiere de palabras.

Ahora no me importan tanto sus besos, porque los besos hace tiempo que dejaron de hablarme, ahora me importan más sus ojos, esos ojos verdes que en los días en los que incluso el sol apenas aparece entre las nubes, oculta tras unas gafas oscuras.