CARTAS AL FUTURO

Tengo esos rincones. Con poemas desnudos que están por acabar y otros que nunca verán la luz. Con versos rotos por la amnesia del optimismo. Con historias de ficción que no tienen razón de existir. Con relatos surrealistas atrapados por la telaraña de este laberinto de habitaciones que dibujan un mapa sin coordenadas. Con palabras que sienten que se ha perdido el presente y el pasado en el naufragio de los recuerdos. Con el buzón vacío de los mensajes.

Tengo esa ventana. Con las cortinas descorridas para que entre el frío de la mañana, pero que también se cuele el sol de una primavera olvidada. Cada tarde me asomo a ese hueco para gritar en silencio y ver la esperanza en los ojos azules de esa niña, la que vive en la casa de al lado, la que llama balbuceando a la pareja de patos que cada día se hacen dueños de ese océano azul con el fondo de celosías, aguas que son ajenas a lo que es el olor a mar.

Tengo esa puerta. La que miro creyendo que alguien ha llamado. La que tiene una mirilla convertida en el telescopio que mira hacia el universo de los agujeros negros del interior. A la que quitaré la llave y reventaré la cerradura. Porque no sé si seremos los mismos, como tampoco si los lugares serán iguales, pero que escapen los animales enjaulados, que ya las cunetas de la memoria esconderán los recuerdos de las noches y los días, los días y las noches.

Tengo. Tengo las paredes de las habitaciones empapeladas de cartas al futuro. Con fotografías que nos haremos para olvidar este accidente del tiempo y que colgaremos en marcos de cristal; con palabras para los encuentros y reencuentros; con abrazos y besos; con miradas, risas, sonrisas y lágrimas; con las bicicletas, las cometas y las cañas de pescar; con el objetivo de la cámara abierto para detener los instantes; con los cuadernos en blanco para volver a escribir y los lápices afilados para dibujar lo que seremos; con los  pasos pendientes para caminar por la arena de la playa, mojándonos los pies y escuchar el sonido del mar. Con sentir el amanecer y regresar al atardecer, siempre con ese diferente atardecer.

¡Cuando pase todo esto!… decimos todos en voz alta. Cuando pase todo esto meteremos en un sobre aquellas cartas, me digo en voz baja.

UN ROSCÓN DE REYES

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Llega brillante, exultante, deseable. Llega relleno de nata, trufa o crema.

Aparece como colofón de una fiesta que cada año repite escenas, encuentros y vivencias. Aparece como broche final a unos días donde el tiempo y las rutinas se apartan para dejar paso a unos momentos repletos de recuerdos, añoranza, esperanza, y buenos propósitos para los nuevos tiempos que nos esperan. Y aparece para poner fin a la gula que ha vestido la mesa en estas semanas. 

Ahora que los más pequeños andan revueltos y entretenidos con los regalos de Reyes, la casa tiene hoy un sonido diferente por los gritos y las voces de los que un día serán las mujeres y los hombres del futuro. Mientras ese mundo de felicidad se escucha al otro de la pared, los dos estamos en la cocina recogiendo los restos de un desayuno que hoy ha resultado algo más atropellado de lo normal. Nos miramos. Sonreímos. No hablamos. No hace falta que hablemos, porque nuestras miradas que se han llenado de lágrimas no necesitan de palabras. Reímos. Reímos. Reímos. Nos comemos a mordiscos. Para terminar, nos damos un bocado para endulzar el final  y pensar que hasta el próximo año no nos volveremos a encontrar.

No paramos de reír. No paramos.

No paramos. Sin embargo, los dos permanecemos casi abandonados a cada lado  de la cocina. Olvidados. Olvidados después de que hayamos sido parte de sus vidas durante estos días. Olvidados después de que hayamos dado muchas alegrías. De que hayamos subido el ánimo. De que hayamos hecho hasta soñar. Incluso a uno de los dos, nos han dado la vuelta pensando que aquello podría durar toda una eternidad. Pero no, aquí nos encontramos, olvidados en cada extremo de esta cocina, como parte de los restos de otra navidad. Nos miramos. Sonreímos. No nos reímos. Los dos pensamos igual: que en nuestras navidades pasadas nunca estuvimos, y que nuestra esperanza se resume en desear que regresemos para las navidades futuras, intentando visionar nuevos sueños, como en aquel cuento de Navidad, pero olvidando el mal espíritu del Sr. Scrooge.

El roscón de reyes y el jamón se miran. Ríen. Sonríen. Se despiden. El jamón convertido en hueso y los restos de un dulce que bien podría ser reina, se dicen adiós. Regresaremos en las navidades futuras, con el deseo de que sea con salud, paz y prosperidad.

Mientras tanto, los de siempre siguen haciendo el mismo ruido, y el resto…, el resto pagaremos el roscón para que no se nos atraganten las habas.