LOS MANTEROS DE LA CARRERA

 

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Los relojes de Cartier a treinta a euros, los bolsos de Givenchy a cuarenta y el eau de perfume de Carolina Herrera a poco más de veinte. Si te llevas el lote completo, te lo dejan a sesenta euros y sin IVA. Nada importa que sean artículos falsificados, aunque algunos lo llamen de imitación. Nada importa que el vendedor no tenga papeles, qué nos interesa si es una víctima más de esas mafias a las que nadie pone rostro. Nada importa que los comerciantes protesten, aunque sus cuentas corrientes estén embargadas y no lleguen a final de mes. Qué nos importa nada de eso. Lo que nos importa es llevar en la muñeca ese reloj dorado y que luzca bien sus letras, que el bolso se balancee en el aire, y lo dejemos encima de la mesa de la cafetería para que el rumor despierte la envidia humeante en la taza de café de al lado, mientras le llega el aroma de ese perfume que ha sido rociado en un cuello que se ha quedado enrojecido.

Los medios de comunicación de vez en cuando, y cuando ese cuando interesa, nos muestran las imágenes de esos manteros huyendo de esa guardia urbana  convertida en los cazafantasmas. A quién importa dónde huyen. A quién importa nada mientras la escena se repite en todos los canales de televisión, y el alcalde o la alcaldesa de turno mira hacia otro lado.

Entre café y café, la noticia se desvanece lentamente, porque los impostores del copyright, los manteros de currículum y másteres que se sientan en la Carrera siguen a su propia greña, obstinados en encender cada mañana la mecha de los fuegos artificiales de su propia fiesta, en seguir explotando los petardos para que la mascletà nos deje sordos y cerremos los ojos ante el ruido. Y entre tanto, aparece el señor Maragall para decir que alguien ha dicho lo que él no ha dicho, a pesar de que dijera con todas sus palabras que la Ministra le dijo lo que le dijo, aunque al final no lo dijera; y es que una vez más, no hay reparo en escupir al aire otra falsedad, y poner a los ciudadanos a su propio precio de saldo. 

En San Jerónimo, unos manteros han abierto una tienda de productos falsificados, de artículos de outlet de fábricas que han echado el cierre porque se han marchado a otros países donde la mano de obra es más barata; la tienda permanece veinticuatro horas abierta, porque hasta durante la madrugada hay que vender algún petardo.

EN MODO BORRADOR


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Hoy ha comenzado a agotarse la tinta de aquel bolígrafo que hace casi dos años sirvió para escribir en un cuaderno siete palabras. Mientras el azul se diluye en esa agonía de sus últimos trazos, recuerdo que aquellas primeras palabras se quedaron dormidas durante algunas semanas, quizás meses, por aquello de que el tiempo se va de las manos. Unos garabatos ilegibles y desordenados se convirtieron en compañeros inseparables, mientras emprendía aquel otro viaje al que me llevó Historias de una casapuerta (Editorial Libros.com), con sus presentaciones y su contacto con los lectores (si es que alguno ha tenido la valentía, y sobre todo la paciencia, de llegar a su última página).

Aquel boceto de ideas permaneció impasible como un mero observador (eso pensé y me he equivocado), ante lo que fue mi primer libro. Mientras escuchaba voces que provocaban el desánimo (por no decir que lo buscaban); que se burlaban  de las horas frente una hoja en blanco que comenzaban a llenarse de tachaduras; que colocaban la etiqueta de aficionado, con el aire del menosprecio que esa palabra nunca debe guardar; aquellas siete palabras fueron tomando la forma de lo que había rondado en mi cabeza desde hacía muchos meses atrás. Aquellas siete palabras se fueron transformando poco a poco en algo que hoy comienza a sentir los latidos de su corazón, que con sus manos frota unos ojos que aún no pueden ver, pero que buscan encontrar su propia mirada.

Como bien sabéis lo que tenéis el infortunio de conocerme, para nada soy prolífico en la creatividad literaria, ni he llenado estanterías de libros con mi nombre, ni con seudónimos a los que pensé alguna vez recurrir; para nada tengo un currículum de premios y reconocimientos, pero como a veces es necesario dar un golpe en la mesa, para hacer sentir la vanidad del derrotado, cuando de nuevo llega otra celebración del Día del Libro, os quiero mostrar lo que tengo en mis manos: el  borrador de otro proyecto.

Hoy por hoy soy consciente que este simple borrador es todo y es nada, que puede quedarse en ese estado el resto de sus días, y que tal vez, se quede olvidado en un cajón. Pero como siempre me ha gustado burlarme de mí mismo, y cuando el viento de levante sopla enloquecido agitando el flequillo que cae sobre mi frente, me vais a permitir que os muestre la ecografía de lo que viene en camino, y que si alguna vez es capaz de ver la luz, pues tendremos que ponerle un nombre.