GEPPETTO S.A.

Lunes de vendetta


«Alguien que le diera conciencia a su realidad»


Ha pasado de ser un artesano a tener una cadena de montaje con mano de obra barata. De empresario sin trabajadores a convertirse en una gran multinacional. Geppetto S.A. carece de un departamento de publicidad, pero tiene un máster en YouTube, Facebook, Whatsapp e Instagram. Y en Twitter, un hashtag ha transformado a este autónomo prejubilado con pensión no contributiva en una sociedad anónima.

Este surrealista y alegórico comienzo de un cuento para niños y no tan niños del siglo XXI nos recuerda a ese anciano sin hijos, carpintero y creador de una marioneta de madera sin vida: Pinocho.

Querido Pinocho.

Pocos conocen cómo bautizaron a este personaje de cine y literatura. De los primeros golpes de gubia y una lija para afinar su cara. Un apócope de su nombre. Un diminutivo infantil. Una abreviatura de tres letras que hoy se ha convertido en la palabra de moda. La que suena y resuena por todos los rincones: pin, pin, pin.

Pin parental del que muchos hablan y pocos explican —hay que tener entretenida a la gente en debates que se caen en el váter—. Pin que cuelga de las solapas de las chaquetas para presumir de una agenda 2030 que nadie sabe qué es, ni a qué lugar nos lleva. Pin de banderitas de esos «patrioteros» con billetes y maletines que tiran la calderilla a los pies de los pobres sentados junto a los cajeros. Pin de los iluminados y «salvapatrias» de tres letras de una voz que acaba con una X, que han renacido de unas cenizas que nunca se apagaron y difunden falsedades. Pin de lazos amarillos que hablan de diálogo diálogo diálogo, pero con el monólogo de quien habla bla bla bla, porque han conseguido que el verbo escuchar haya quedado ensordecido.

Pin comenzó a hacerse mayor. Mayor sin crecer. Crecer sin hacerse mayor. Pin se convirtió en Pinocho. Un niño de madera con vida porque una hada azul le hizo soñar. Un Pinocho cuya historia real se ha edulcorado y de terminar con una soga en el cuello, le prohibieron mentir porque le crecería la nariz. Un Pinocho que necesitaba de un Sancho Panza llamado Pepito Grillo. Alguien que le diera conciencia a su realidad. Conciencia que ha terminado en la papelera como virutas y serrín.

La nariz creció, creció y creció. Tanto lo hizo que los bosques están quedándose sin árboles que talar ni maderas que extraer. La culpa no es solo por la deforestación.

Mientras una cantante virtual vende millones de discos y llena los estadios de fans, Geppetto S.A. está llenándose los bolsillos con las fake news gracias al apéndice nasal de los Pinochos fabricados en serie. Y para colmo, una perra llamada Pocahontas se ha visto involucrada en otra historia irreal. En otra falsedad. Espero que haya tenido buen olfato y se aleje de este mundo de mentiras, mentiras y más mentiras.

Geppetto SA ha comenzado a operar en Bolsa. Las acciones se han disparado en su primer día de cotización. Pero esta es otra historia.

Feliz semana ejercientes de la vendetta. Hasta el próximo lunes.

 

 

EL HOMBRE QUE LLEGÓ A LA LUNA UN MIÉRCOLES Y PERDIÓ UN SOBRE A MITAD DE CAMINO

 

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No nos conocíamos. No sabíamos nada el uno del otro. O eso creí. Hasta ese día, apenas habíamos coincidido unos minutos cada miércoles durante los dos últimos meses.

Tras aquel mostrador de metal, Ella siempre había permanecido con su cabeza agachada sin apartar la mirada de la pantalla del ordenador. Hasta ese día, nunca supe cómo era el color de sus ojos, la forma de sus cejas, el contorno completo de sus labios, las pecas que rodeaban su nariz aguileña, pero perfectamente dibujada en su rostro. Hasta ese día, nunca habíamos cruzado una mirada, unas palabras ajenas a aquella rutinaria conversación que se repetía cada vez que nos encontrábamos. 

_ Son cinco euros, ¿en efectivo como siempre?, me decía con aquella voz aterciopelada y en la que dejaba caer la última letra de cada palabra que pronunciaba. 

_ Sí, en efectivo, y envíeme el justificante a mi correo electrónico, por favor, era lo único que yo acertaba a decir intentando disimular una falsa seguridad, porque por mi interior recorría un inevitable estado  de nerviosismo cada vez que me encontraba frente a ella. 

_ Muchas gracias, que tenga usted un buen día. Hasta otro miércoles. Su manera de despedirse me producía un pellizco en el estómago, porque cada miércoles era otra cuenta atrás para volver a verla.

_ Gracias a usted por todo. Hasta el próximo miércoles, si puede ser. Y así me despedía de Ella esperando a que llegara el miércoles siguiente. 

Hasta ese día, Ella era una desconocida que se había colado cada miércoles, cinco minutos en mi vida.

Llegó el día. Pero aquel miércoles fue distinto. Distinto porque no fue miércoles, sino jueves. Ese miércoles, la oficina de correos permaneció cerrada porque el Alcalde decidió declararlo festivo. El motivo: que se había convertido en padre primerizo y acordó por decreto que cansado de ver que en los comercios del pueblo se colgaban carteles de cerrado por defunción cada vez que alguien se marchaba de este mundo, por una vez había que celebrar que se cerraba por nacimiento, así que el Ayuntamiento declaró el miércoles fiesta local por el alumbramiento del primer vástago del señor Alcalde. La oposición al gobierno local recurrió ante los tribunales aquella decisión municipal, pero hasta que la justicia se pronunciara, el hijo del Alcalde ya habría llegado a la edad de hacer su primera comunión. De esta manera, el jueves 20 de diciembre de 2018 se convirtió en mi miércoles particular. Un jueves amiercolado, lo llamé. Por un momento pensé que era buena idea inventar una palabra para aquel suceso del calendario.

Fue la primera vez que vi que levantara su mirada de la pantalla del ordenador. Apartó con un gesto suave de sus dedos, la melena de color negro chocolate que le caía sobre los hombros y que ocultaba su rostro. Las pecas, la nariz, sus labios, sus ojos azules, pero de esos azules que se transforman en verde por culpa del mar. Y sus cejas, esas cejas perfectamente dibujadas al final de una frente que escondía una pequeña cicatriz. Me miró. Sonrío. Se quedó observando el lugar que había escrito en el sobre que le entregué. Volvió a sonreír. Humedeció sus labios con un inapreciable roce de su lengua. No me dijo nada, no pronunció palabra alguna. Se limitó a recoger aquel sobre que escondía un ejemplar de mi último libro publicado y que alguien había decidido comprarlo con dedicatoria incluida. Ella colocó en la balanza aquella carta convertida en sobre. Tecleó el nombre y la dirección de un nuevo destinatario. Tecleó el destino. Allí comenzaba para aquel sobre su propio viaje. Le colocó una pegatina con un código de barras y la travesía comenzó ahí.

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_ Son doce euros, me dijo. Los envíos internacionales tienen tarifas especiales, y cruzar el Océano Atlántico tiene su peligro. Mientras pronunciaba aquellas palabras me dejó una sonrisa de anuncio de clínica dental. 

_ ¿Piensa usted pagarlo en efectivo como siempre?, me volvió a decir.

_ No, no, hoy quiero pagar con tarjeta, porque la cartera la llevo vacía de billetes y monedas, le dije mientras las mejillas de mi rostro se encendían.

_ Que tenga un buen día Sr. González, me dijo. Hasta el próximo miércoles, aquí espero su vuelta. Desde aquel instante, Ella no dejó esa mañana de sonreír.

_ Hasta el próximo miércoles, espero, y que sea miércoles de verdad, le dije intentando que aquel momento durara cinco minutos más.

Los siguientes ocho miércoles no regresé a la oficina de correos. Los siguientes ocho miércoles no volví a verla. Pasaron las horas. Pasaron los días y las semanas, pasaron los miércoles y los jueves amiercolados. Pasaron. Y otro miércoles se marchaba en el calendario sin señalarlo. 

Ha llegado otro miércoles y tampoco hoy regreso a la oficina de correos. Sentado frente al televisor, en las noticias se anuncia que el hombre ha vuelto a poner los pies en la Luna, que se ha hecho un selfie que ha subido a Instagram, que ha compartido con sus amigos y sus enemigos en el Facebook la misma fotografía, y que ha publicado en Twitter un tuit desde el suelo lunar. Pero entre las noticias secundarias que recorren el  pie de la pantalla del televisor, aparece una que hace que me levante de un respingo del sofá: un avión de mercancías se ha perdido en el Triángulo de las Bermudas y el único resto encontrado flotando en el mar, es un sobre al que se le ha desdibujado el nombre del destinatario.

El próximo miércoles iré a la oficina de correos, para poner una reclamación. Espero que Ella siga trabajando allí. 

LA VERDAD, AL PIE DE PÁGINA

Edward A. Murphy Jr. debe de tener un lugar de honor en la historia, y si no lo tiene, deberíamos hacer lo posible para que así fuera. Pero si Murphy y sus leyes son una referencia para el pensamiento de muchos, Forrest Gump debería ser considerado como uno de los personajes más influyentes de nuestra historia contemporánea. Para la posteridad nos dejó la célebre frase de que «tonto es el que hace tonterías». Me quedo corto al decir que aquella frase es una gran frase. Cuando Forrest espetó aquellas palabras dichas desde la más pura inocencia de la niñez, siguiendo la doctrina materna, todos pensamos: ¡qué gran verdad!, es así de simple.

Si continuamos con las teorías instaladas bajo el prisma de lo simple, podríamos afirmar por lo tanto, que mentiroso es el que dice mentiras. ¡Qué gran verdad!, podríamos pensar todos, o que gran mentira, también podríamos decir. No usaré el término anglosajón, ni seguiré esa tendencia actual para referirme a la mentira, porque de la mentira lo único que me interesa es que tenga poca vida, aunque por aquí se diga que tiene las patas muy cortas.

Las mentiras son necesarias. Las mentiras son tan necesarias, como imprescindibles. Son necesarias porque nos sirven como esa crema para suavizar nuestras manos, para hidratar nuestra piel, porque nos ayuda a superar la verdad cuando esta llega; porque la verdad cuando llega, se presenta en la mayoría de las ocasiones como aquella áspera realidad que nadie quiere mirar, y que mucho menos, nos toque de cerca. Y son imprescindibles, porque sin las mentiras, las verdades a veces no son muy creíbles. 

El problema de las mentiras es que se han instalado de una manera permanente en nuestra clase política. Me detengo aquí para recordar las palabras de un amigo que me aconsejó bien al decirme que nunca escribiera de política, porque  solo me traería problemas. Le dije que se tranquilizara, que de políticos me abstendría de hablar porque sé que tienen fácil mano para romperte la cara, pero que de política ya llevamos muchos años sin hablar de ella, y no seré quien saque el tema. 

No hablaré de políticos ni de política. Solo diré que nuestros dirigentes, los unos y los otros, los de un color y otro de ese parchís en el que se ha convertido la simbología partidista, juegan al cortoplacismo de lo que ellos (y ellas) hablan de política. Cortoplacisimo reclamando un voto útil para transformarlo en inútil al día siguiente. Cortoplacismo del hoy y mañana, porque para qué pensar de aquí a  treinta años, si cuando llegue ese momento estarán todos sentados en sus cómodos sofás de piel. Cortoplacismo de todos, porque se han instalado en una tamborrada (que más quisieran parecerse a los tambores de Calanda o San Sebastián), que les convierten en protagonistas de sus propias películas, ocupando horas y horas de televisión, de radio y de prensa, para contarnos un cuento.

Ya que hablamos de cuentos, que recuerden que antes de irnos a dormir, nos digan que las verdades están al pie de página, y que no nos traten como tontos.

Político es el que hace política, el resto, se llama sonajero.