LA CALLE DEL DESENGAÑO

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Ya no hacen falta treinta monedas de plata, hoy solo bastan dos de hojalata y un mísero billete gris de papel mojado. Ya no hace falta que la espalda sienta el filo de la hoja de un cuchillo, porque de frente son los ojos los que se clavan en la indiferencia de un reloj que se ha detenido. Ya no hace falta que llegue la noche y nos vuelva a engañar, porque la luz del día descubre cada mentira escondida en unas manos que se han manchado de reproches antes de acercarse a las mías. Ya no hace falta un mensaje en un contestador que no tiene espacio para respuestas enlatadas de una voz que tirita por el frío del invierno. Ya no hace falta que te pongas tus zapatos de los domingos, porque los adoquines sobre los que caminamos ya no se ven, ocultos bajo el alquitrán de un asfalto que ha sepultado nuestros pasos. Ya no hace falta que pintes tus labios con un carmín que se ha descorrido en las mejillas de otra cara, que no sabes qué esconde detrás de su máscara. Ya no hace falta buscar el número de una calle que no tiene puertas, ni ventanas con cortinas, ni balcones por donde escapar, con una farola rota por una piedra que aún yace en un rincón con olor a orina.

A ti te te digo, sí a ti, que ya no nos hace falta nada, porque el reloj se ha vuelto a poner en marcha, y podemos regresar sobre nuestros pasos en este callejón sin salida, que tenía en su entrada una señal de dirección prohibida, pero que los dos borramos con nuestros grafitis de frases hechas que nunca dijeron nada.

A ti te digo, sí a ti, que ya no nos hace falta nada en la calle de este cementerio donde los dos hemos acabado, separados por una pared de yeso, con el cemento que oculta tres malditos ladrillos sobre los que han colocado un bloque de mármol, donde han grabado con cincel nuestros nombres, pero que han olvidado la fecha en la que los dos, un día nos cruzamos.

 

 

PROGRESO

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No sé si Antonio Jesús Escribano Rangel, el personaje principal de El azar y viceversa (Felipe Benítez Reyes, Editorial Destino), mantiene algún recuerdo de la calle en la que nació. Ignoro si además de conservar en su memoria algún momento del pasado, habrá pensado si nacer en la calle Progreso ha tenido alguna influencia a lo largo de su vida. Como desconozco el mundo esotérico de las casualidades y de sus confluencias con la realidad, lo que sí puedo decir es que después de leer el devenir de la historia de este personaje, nacer en la calle Progreso es más que un símbolo, porque a poco que te introduces en sus vivencias, descubres que Rangel es un superviviente. Porque como dice la RAE en ese acto de iluminación que a veces tiene, progreso es la acción de ir hacia adelante.

Tal vez Rangel recuerda el patio de vecinos de la Bodega de Ravina y de la palmera que se encontraba en su interior, que nunca sufrió el ataque del picudo rojo, aunque con los años, fue el propio edificio el que sintió en sus cimientos la picadura de la burbuja inmobiliaria. Quizás Antonio Jesús Escribano Rangel recuerda el bar del Trompero, donde dicen que algunas noches, por sus alrededores, se escuchan las voces de unos carnavaleros disfrazados de fantasmas, afinando con el tres por cuatro los versos del pasodoble de una chirigota.

Quién sabe si Rangel recuerda las Casas de la Angelita y de la Marquesa que existían en la calle Progreso. Casas que trascalan se las llamaban, y que nos llevaban, invadiendo las habitaciones de los vecinos que las habitaban, a la calle Argüelles, y nos evitaban de esta manera, dar el rodeo por la Cuesta del barrio o del Callejón de las luces.

Tal vez Antonio Jesús Escribano fue alguna vez a comprar a las tiendas de Manolo el del puesto o de la Pastelería de El Lamito, para llevarse a la boca un tuyyó o una medialuna, aquellos dulces que saciaban la gula de los niños que correteaban arrastrando las latas en las vísperas de las horas de la noche de San Juan. Porque en San Juan, la calle Progreso y el barrio renacían con la gente venida de fuera, y olvidaba el desprecio que en otra época, los que mandaban en el Jesús Nazareno, apretaban el paso en la madrugá, cuando se aproximaba cerca de la calle para subir el Calvario. Y es que Progreso fue una calle proscrita en tiempos de la dictadura, y que nadie sabe cómo pudo mantener hasta su propio nombre. 

A veces imagino que entre las andanzas de Rangel a lo largo de su vida, quizás alguna noche se perdió en las habitaciones de Juana, la prostituta que vivía en una casa de la acera de enfrente de la que él nació. Aquella mujer de voz rota que esperaba a los jóvenes de la sexta flota de los EEUU, y que los despedía con el abrazo de una madre, por unos pocos de dólares y dos paquetes de Marlboro o de Winston.

Algunas veces me pregunto si Rangel visitó la sede de Comisiones Obreras, para que en la seudo clandestinidad de dos habitaciones con escasa ventilación, el abogado de camisa de cuadros, corbata y sin chaqueta, le explicara sus derechos como trabajador sin papeles. Porque lo que no está escrito en un documento es fácil de olvidar para aquellos que ya desde hace muchos años pensaron en la globalización, globalización para unos pocos a costa de los demás.

Hoy, con el paso del tiempo, no sé si a Antonio Jesús Escribano Rangel le gustaría ver la calle donde nació, donde nacimos los dos, porque tuve la fortuna de venir al mundo en una de sus casas, como lo hizo él. Pero de lo que sí estoy convencido es que los dos guardaremos el recuerdo de sus casapuertas, de sus fachadas, de sus vecinos, de sus bares, de sus comercios, de su taller de motos, de su prostituta, de su tonto del pueblo, de su sindicato, de sus niños corriendo en la noche de San Juan; y que los dos, cuando caminemos por sus nuevos adoquines de postín, descubriremos como la vida juega una vez más con su propia paradoja y comprobaremos como el progreso, ese mal llamado progreso, ha dado otra imagen muy diferente a la calle cuyo nombre ahora me cuesta mucho trabajo pronunciar.