LA FACHADA

Tengo mi boca encarcelada, presa del tiempo.

El aire salino humedece mis labios cuando las olas rompen en el espigón y la espuma salpica mi rostro desconocido. Escribo esta carta a los pies de la dama que emerge en esta barca llamada Libertad. Una carta sin destinatario. Miento. Una epístola de mujer a mujer, pero cuyo nombre no pronuncio. Yo sigo oculta en esa botella que regresa a la orilla y busca la reconciliación del pasado con el presente.

Sucede entonces.

Tengo sus patadas en mi vientre antes de venir al mundo y asomarse en aquella noche de luna llena. Escucho su primer llanto, cuando lo posaron sobre mí para que su corazón y el mío latieran al unísono. Tengo su boca en mi pecho y siento la palabra Madre mientras amamanto sus primeras horas de hambre fuera de mi útero. Tengo su mano cogida a la mía en la puerta del colegio, su beso de despedida hasta la hora de comer. Guardo ese garabato dibujado en un papel, el corazón atravesado por una flecha y el nombre de su primer amor de verano. Tengo mi brazo sujeto al suyo, para unirlo a otra mujer junto al altar.

Entonces sucede.

Los gritos, las palizas. Los silencios. Las lágrimas naufragan en mis ojos. Me duelen las patadas de un canalla en las entrañas de esa mujer que ha dado la vida a mi nieto. Siento cómo agoniza el corazón de ella, mientras el mío es un despojo en este vertedero de la ansiedad. Me llamo Natalia. A este lado de la reja quién soy. La madre de un maltratador que nunca debí entregar a esta mujer.

Hoy necesito encontrar la libertad, escapar de esa culpa que otras miradas han pintado en la fachada de mi casa.

RUTINA IMPERFECTA

Es media mañana. Aún no ha llegado el mediodía y se oye como hilo musical ese ruido que baja el telón de este teatro estacional. El chirrido de las persianas despide el verano. Es la misma estampa de cada año en este lugar de la costa. Todo se repite. Un final como principio, otro principio que llegará a su final. Los vecinos temporales, que llegaron con piel blanquecina como desfallecidos con cara de moribundos, se despiden con el rostro maquillado por el sol. Pocas lágrimas. Muchas risas entrecortadas. Un abrazo hasta el año próximo. Un beso de despedida mientras murmuran un hasta pronto. Las maletas llenas de ropa que no estará de moda la temporada próxima, vacías de postales y de cartas de amores de verano, porque esos teléfonos no conservan la nostalgia. Un coche dobla la esquina. El otoño suspira por llegar.

La ciudad de vacaciones regresa al pueblo de invierno. Lo cotidiano vuelve como si el tiempo lo hubiera ocultado en esa fiesta estival de chiringuitos, arena y noches atrapadas por madrugadas. Las rutinas escolares y los horarios. Los aparcamientos vacíos de esas calles asomadas al extrarradio. Los anuncios de la televisión de coleccionables, libros empaquetados y de perfumes que presagian lo que llegará con las luces navideñas.

Sólo es un instante. La rutina imperfecta de un diario.