FELIZ NAVIDAD

Aquí tenéis el esperado y verdadero mensaje del Rey. El del Rey que nunca abdicará. El del Rey que nadie derrocará. El del Rey que no necesita palacios, reinos ni plebeyos. El del Rey que es inmortal. El del verdadero Rey.

Os dejo esta felicitación navideña, porque además de desear una Feliz Navidad, también me gustaría que fuera una Navidad feliz y en paz. Y sobre todo, que esta última palabra de únicamente tres letras, la recuperemos para nuestro vocabulario diario y no solo para estas fiestas.

LIVING CORAL

 

Somos unos anarquistas. Unos anarquistas en potencia, al menos. En el fondo de la condición humana, todos queremos vivir a nuestra manera: sin normas, sin reglas, sin obligaciones, sin compromisos. Libres. Queremos ser libres. Libres en ese concepto más amplio que supone la libertad. Pero somos como somos, diría aquél. No es que dicha expresión se convierta en un principio filosófico, pero a veces no existe mejor filosofía que la de un pensamiento simple que describa lo más básico del ser humano. Y ese principio lo podemos resumir en un concepto: el hombre plastilina.

El hombre plastilina es el que piensa que se moldea a sí mismo. El hombre plastilina se autoproclama libre e independiente, autónomo, cambiante a su libre albedrío y a la decisión de su única voluntad. El hombre pastilina no vive al pie de los caballos de la moda. Sigue sus propias tendencias, pero va siempre a la última. El hombre plastilina es el no va más de esta sociedad. El hombre plastilina sabe leer las señales de tráfico que se le cruzan en su vida, pero no necesita navegadores que le digan el camino que tiene que tomar. El hombre plastilina es un anarquista de sí mismo. El hombre plastilina es el fin último, ese que todos queremos alcanzar.

Somos hombres plastilina. Y como buenos hombres plastilina, el anarquista en potencia que todos llevamos dentro, no impide que un día nos convirtamos en  parte de ese rebaño que pasta «libremente» por el prado. No nos importa, aunque se nos olvide que hay un  pastor que nos vigila, y unos perros que controlan que ninguno se salga de ese rebaño de borregos en el que hemos decidido convertirnos. Porque como digo, eso forma parte de la esencia del propio hombre plastilina.

Muchos de esos hombres plastilina han decidido identificarse con el color amarillo, que les identifica y los distancia del resto. Los diferencia y los convierte en seres de otro mundo, y no lo llamaré planeta aunque alguno viva fuera de órbita. Los chalecos amarillos en Francia y el independentismo catalán se han apropiado de un color para destacarse del resto del rebaño. Unos por una razón y otros por otra, han ensalzado este color como manera de reivindicarse.

A los que somos gaditanos, a los que somos de esa cultura trimilenaria, a los que vivimos en este rincón de una Andalucía, y no pienso recurrir al tópico de que ha sido siempre maltratada, observamos con cierta sonrisa irónica como se han apropiado de dicho color. A los que vivimos en este extremo de una España que se abre en heridas, de una Europa que se olvida de sus ciudadanos y de los que llegan desde el otro lado del mundo, sonreímos cuando vemos que el amarillo se ha convertido en un símbolo de lucha. A los que somos gaditanos y el amarillo nos ha acompañado desde siempre como símbolo del equipo de nuestra ciudad, sonreímos con cierta ironía cuando otros proclaman libertades y derechos, libertades y derechos que ya hace más de un siglo esta tierra vio nacer y defender.

Si me permiten los hombres plastilina un consejo, decirles que Pantone ha publicado esta semana que para el 2019, el color de moda será el Living Coral.

 

CON CHANDAL Y A LO LOCO

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Un sábado por la mañana. Un domingo matinal. Un día de fiesta en mitad de la semana. Las familias felices salen a pasear, a recorrer plazas, a buscar una terraza en este noviembre de difuntos porque el sol ha decidido salir radiante. Las familias felices recorren las calles, las avenidas del extrarradio de la ciudad, los parques de una naturaleza artificial. Pasean felices las familias. Los recién casados siguen aún tomados de la mano. Los padres primerizos empujan el carro de un bebé, que llora y llora sin parar, mientras el padre dice que hay cambiarle el pañal, y la madre, de reojo lo mira, y le dice que ya le toca de nuevo comer. La otra familia que se cruza se queda observando al bebé, mientras sujeta a su hijo que pedalea una bicicleta con cuatro ruedas, no se vaya a caer y estampe su cara en el suelo y terminen en el servicio de urgencias de un hospital que está saturado. Otra pareja que ya no se da la mano, se detiene ante la fachada de una vivienda unifamiliar, porque el perro que tira de él, no aguanta la incontinencia urinaria, y levanta su patita y se pone a miccionar.

Todas esas familias felices tienen algo en común: el chandal. Van vestidos con el uniforme de rigor, con un chandal de marca, de una de esas marcas de prestigio que aunque se hayan tejido en cualquiera sabe qué lugar, aquí es el reflejo de que las familias pueden seguir paseando felices en sus mundos. Sin embargo, nadie habla del daño que hace un chandal a las relaciones de pareja; nadie habla de que las familias son menos familia con ese uniforme deportivo; nadie dice que el chandal dominguero es el símbolo de esa rutina a la que algunos quieren acomodar a esta sociedad. Nadie lo dice, pero el chandal es el inicio de cualquier mal final. 

Al otro lado del océano, hace tiempo que algunos dirigentes también cambiaron el uniforme militar por un chandal con los colores de la bandera nacional. Pero eso es otra historia.