EL HOMBRE QUE LLEGÓ A LA LUNA UN MIÉRCOLES Y PERDIÓ UN SOBRE A MITAD DE CAMINO

 

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No nos conocíamos. No sabíamos nada el uno del otro. O eso creí. Hasta ese día, apenas habíamos coincidido unos minutos cada miércoles durante los dos últimos meses.

Tras aquel mostrador de metal, Ella siempre había permanecido con su cabeza agachada sin apartar la mirada de la pantalla del ordenador. Hasta ese día, nunca supe cómo era el color de sus ojos, la forma de sus cejas, el contorno completo de sus labios, las pecas que rodeaban su nariz aguileña, pero perfectamente dibujada en su rostro. Hasta ese día, nunca habíamos cruzado una mirada, unas palabras ajenas a aquella rutinaria conversación que se repetía cada vez que nos encontrábamos. 

_ Son cinco euros, ¿en efectivo como siempre?, me decía con aquella voz aterciopelada y en la que dejaba caer la última letra de cada palabra que pronunciaba. 

_ Sí, en efectivo, y envíeme el justificante a mi correo electrónico, por favor, era lo único que yo acertaba a decir intentando disimular una falsa seguridad, porque por mi interior recorría un inevitable estado  de nerviosismo cada vez que me encontraba frente a ella. 

_ Muchas gracias, que tenga usted un buen día. Hasta otro miércoles. Su manera de despedirse me producía un pellizco en el estómago, porque cada miércoles era otra cuenta atrás para volver a verla.

_ Gracias a usted por todo. Hasta el próximo miércoles, si puede ser. Y así me despedía de Ella esperando a que llegara el miércoles siguiente. 

Hasta ese día, Ella era una desconocida que se había colado cada miércoles, cinco minutos en mi vida.

Llegó el día. Pero aquel miércoles fue distinto. Distinto porque no fue miércoles, sino jueves. Ese miércoles, la oficina de correos permaneció cerrada porque el Alcalde decidió declararlo festivo. El motivo: que se había convertido en padre primerizo y acordó por decreto que cansado de ver que en los comercios del pueblo se colgaban carteles de cerrado por defunción cada vez que alguien se marchaba de este mundo, por una vez había que celebrar que se cerraba por nacimiento, así que el Ayuntamiento declaró el miércoles fiesta local por el alumbramiento del primer vástago del señor Alcalde. La oposición al gobierno local recurrió ante los tribunales aquella decisión municipal, pero hasta que la justicia se pronunciara, el hijo del Alcalde ya habría llegado a la edad de hacer su primera comunión. De esta manera, el jueves 20 de diciembre de 2018 se convirtió en mi miércoles particular. Un jueves amiercolado, lo llamé. Por un momento pensé que era buena idea inventar una palabra para aquel suceso del calendario.

Fue la primera vez que vi que levantara su mirada de la pantalla del ordenador. Apartó con un gesto suave de sus dedos, la melena de color negro chocolate que le caía sobre los hombros y que ocultaba su rostro. Las pecas, la nariz, sus labios, sus ojos azules, pero de esos azules que se transforman en verde por culpa del mar. Y sus cejas, esas cejas perfectamente dibujadas al final de una frente que escondía una pequeña cicatriz. Me miró. Sonrío. Se quedó observando el lugar que había escrito en el sobre que le entregué. Volvió a sonreír. Humedeció sus labios con un inapreciable roce de su lengua. No me dijo nada, no pronunció palabra alguna. Se limitó a recoger aquel sobre que escondía un ejemplar de mi último libro publicado y que alguien había decidido comprarlo con dedicatoria incluida. Ella colocó en la balanza aquella carta convertida en sobre. Tecleó el nombre y la dirección de un nuevo destinatario. Tecleó el destino. Allí comenzaba para aquel sobre su propio viaje. Le colocó una pegatina con un código de barras y la travesía comenzó ahí.

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_ Son doce euros, me dijo. Los envíos internacionales tienen tarifas especiales, y cruzar el Océano Atlántico tiene su peligro. Mientras pronunciaba aquellas palabras me dejó una sonrisa de anuncio de clínica dental. 

_ ¿Piensa usted pagarlo en efectivo como siempre?, me volvió a decir.

_ No, no, hoy quiero pagar con tarjeta, porque la cartera la llevo vacía de billetes y monedas, le dije mientras las mejillas de mi rostro se encendían.

_ Que tenga un buen día Sr. González, me dijo. Hasta el próximo miércoles, aquí espero su vuelta. Desde aquel instante, Ella no dejó esa mañana de sonreír.

_ Hasta el próximo miércoles, espero, y que sea miércoles de verdad, le dije intentando que aquel momento durara cinco minutos más.

Los siguientes ocho miércoles no regresé a la oficina de correos. Los siguientes ocho miércoles no volví a verla. Pasaron las horas. Pasaron los días y las semanas, pasaron los miércoles y los jueves amiercolados. Pasaron. Y otro miércoles se marchaba en el calendario sin señalarlo. 

Ha llegado otro miércoles y tampoco hoy regreso a la oficina de correos. Sentado frente al televisor, en las noticias se anuncia que el hombre ha vuelto a poner los pies en la Luna, que se ha hecho un selfie que ha subido a Instagram, que ha compartido con sus amigos y sus enemigos en el Facebook la misma fotografía, y que ha publicado en Twitter un tuit desde el suelo lunar. Pero entre las noticias secundarias que recorren el  pie de la pantalla del televisor, aparece una que hace que me levante de un respingo del sofá: un avión de mercancías se ha perdido en el Triángulo de las Bermudas y el único resto encontrado flotando en el mar, es un sobre al que se le ha desdibujado el nombre del destinatario.

El próximo miércoles iré a la oficina de correos, para poner una reclamación. Espero que Ella siga trabajando allí. 

LA INSOLACIÓN DE CUPIDO

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En estos días de manta y abrigo, de bufandas, gorros y guantes. En estos días donde los ojos lloriquean por ese viento del norte, y la nariz entona las notas musicales del moqueo, nos hemos sentado alrededor de una estufa para recordar(nos) lo que una vez fuimos. Todos nos miramos y todos nos callamos.

El silencio no es de durar mucho rato.

Comenzamos a darle palique a la nostalgia de los tiempos, a reírnos de los instantes que la memoria guarda en algún lugar del cerebro, pero también de la piel. A sonreír por lo que nunca fue, pero pudo ser. A detener el reloj en unos años, que no sé si fueros mejores, pero que dejaron atrás pequeñas historias que no quedarán para los libros de historia, pero sí para ese libro de memorias que cada uno escribe a su manera.

Llegará el verano. Esta tierra se llenará de veraneantes, turistas anónimos y dueños de esas casas que permanecen cerradas más de trescientos días al año. Llegará el tiempo de la canícula, y la playa se convertirá en ese parque temático de sombrillas y flotadores, de bañistas, bañadores, bikinis y toples. Regresará con el asalto de las calles y las plazas por los veladores y las terrazas de los bares, y de esos que llaman pubs, en el sacrilegio de querer enterrar poco a poco el castellano por el inglés. Llegarán días de calor y de coches y más coches con sus cláxones y sus prisas en un tiempo que dicen que se dedica al descanso y al relax. Llegará el estío y las noches se alargarán. La playa nocturna se convertirá en el escenario de encuentros íntimos bajo la lluvia de estrellas de un agosto que verá que llega a su final con demasiada velocidad, por el ansia de asomarse a un otoño para que la nostalgia y la melancolía se reencuentren en cualquier casapuerta. Llegará con los amaneceres de princesas adolescentes que llevan en las manos sus tacones de cristal, y de príncipes azules descamisados. Llegará con las bibliotecas habitadas por los estudiantes de libros forrados de pegatinas de héroes musicales que duran lo que dura la canción del verano. 

El silencio no es de durar mucho rato

Llegará. Llegará el verano y pasaré por el mismo lugar. Seguiremos viendo en nuestro recuerdo las puertas del Royal Cinema, y de aquella cola para comprar las entradas en los cines San Fernando, Playa y Florida. Seguiremos caminando y nos encontraremos la cartelera de cine colgada en la calle Padre Capote, en la calle Charco y en otros rincones de nuestro pueblo convertido en ciudad. Llegará el verano y bajo las estrellas de la segunda sesión, aquellos cines quedaron como el refugio de algunos para sentir que las fantasías no solo se proyectaban en las pantallas encaladas de cal.

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Llegará el verano y sus puestas de sol. Con las prisas y las carreras de los empleados municipales recogiendo los toldos de la playa, mientras miraban de reojo a los jugadores de cartas, a los músicos de bañador punteando una guitarra y los besos de una pareja que se acababa de conocer. Llegará el verano de un Tambucho convertido en el salón minúsculo de una pizzería, porque el pez grande siempre se engulle al más pequeño. Llegarán las noches de verano, y las rutas de bares. Dejaremos que la Parra abra la carrera nocturna con sangrías, cervezas y juegos de monedas con dudoso final. Iremos al Nacional, al Fresa, al Patio, al Caracas, a los bares de macetones de cerveza, porque con cuatro duros en el bolsillo, el whisquy se lo tomaba el niño de papá y mamá. Y terminaremos la noche bailando en el April con las primeras luces del amanecer, sin olvidar que el Cortijo era algo más que un lugar de paso.

Llegará el verano y sus amores. Esos que una vez pensamos eternos, porque hasta el romanticismo piensa que nadie vendrá a derrocarlo de su propio altar de juventud. Llegarán las miradas, los besos, las caricias, las risas, los sueños que se despiertan sobresaltados por las despedidas hasta el próximo año. Año que ya nunca volverá a ser igual, porque las monedas que se lanzaron a una fuente como deseo, se las llevó el operario de la empresa de la limpieza, y nunca las dejó en la nave donde se guardan los objetos perdidos. 

Llegará el verano de aquella adolescencia, el San Valentín a tiempo parcial y con un contrato de fijo discontinuo. Llegará para descubrir el amor de verano y se pondrá a trabajar como un loco, echando horas y horas, y sin ninguna propina que llevarse al bolsillo. Llegarán sí, llegarán los amores de verano con fecha de caducidad, pero que recordaremos para siempre porque pensamos que pudo ser para toda la vida. Algún inconsciente sigue escribiendo cartas de amor sin remite.

No sé lo que sucederá este año, pero cuando lleguen los días de calor, todo volverá a comenzar. Y es que al menos en nuestra adolescencia, el San Valentín fue un Cupido al que le tuvo que dar una insolación.

 

(Artículo publicado en Revista La Villana)