CON CHANDAL Y A LO LOCO

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Un sábado por la mañana. Un domingo matinal. Un día de fiesta en mitad de la semana. Las familias felices salen a pasear, a recorrer plazas, a buscar una terraza en este noviembre de difuntos porque el sol ha decidido salir radiante. Las familias felices recorren las calles, las avenidas del extrarradio de la ciudad, los parques de una naturaleza artificial. Pasean felices las familias. Los recién casados siguen aún tomados de la mano. Los padres primerizos empujan el carro de un bebé, que llora y llora sin parar, mientras el padre dice que hay cambiarle el pañal, y la madre, de reojo lo mira, y le dice que ya le toca de nuevo comer. La otra familia que se cruza se queda observando al bebé, mientras sujeta a su hijo que pedalea una bicicleta con cuatro ruedas, no se vaya a caer y estampe su cara en el suelo y terminen en el servicio de urgencias de un hospital que está saturado. Otra pareja que ya no se da la mano, se detiene ante la fachada de una vivienda unifamiliar, porque el perro que tira de él, no aguanta la incontinencia urinaria, y levanta su patita y se pone a miccionar.

Todas esas familias felices tienen algo en común: el chandal. Van vestidos con el uniforme de rigor, con un chandal de marca, de una de esas marcas de prestigio que aunque se hayan tejido en cualquiera sabe qué lugar, aquí es el reflejo de que las familias pueden seguir paseando felices en sus mundos. Sin embargo, nadie habla del daño que hace un chandal a las relaciones de pareja; nadie habla de que las familias son menos familia con ese uniforme deportivo; nadie dice que el chandal dominguero es el símbolo de esa rutina a la que algunos quieren acomodar a esta sociedad. Nadie lo dice, pero el chandal es el inicio de cualquier mal final. 

Al otro lado del océano, hace tiempo que algunos dirigentes también cambiaron el uniforme militar por un chandal con los colores de la bandera nacional. Pero eso es otra historia.

UNA CESTA DE MANZANAS

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Convertida en el símbolo femenino por excelencia, en el elemento de una vida eterna, la manzana se ha instalado en nuestra memoria como una fruta prohibida. Un mordisco la convirtió en el pecado original de aquella historia que nos contaron y que guarda muchos tintes de machismo. Y en otro de tantos cuentos, una manzana escondió el veneno para asesinar a una Blancanieves, de piel blanquecina, pómulos sonrosados y de voz dulce, que terminó abandonada en el bosque rodeada de siete enanos. 

Como sabéis, una manzana atravesada por una flecha se ha convertido en la imagen de la cubierta de mi último libro, Recovecos. Un poemario que esconde la travesía por una historia de… bueno, bueno, prefiero que entréis y la conozcáis. De esta manera, veinte ejemplares de Recovecos se distribuirán de manera gratuita, así que: ¿quieres conseguir el tuyo?  Si la respuesta es afirmativa, sigue leyendo.

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  1. Publica el próximo miércoles 7 de noviembre, en cualquiera de tus redes sociales (Facebook, Twitter o Instagram), la fotografía de una manzana verde sostenida en tus manos (similar a la imagen que aparece en esta publicación), o si lo prefieres, dándole un mordisco.
  2. Etiqueta la fotografía con la palabra #Recovecos, y menciona mi cuenta en la red social que lo publiques.
  3. Tu publicación a lo largo de ese día, tiene que ser compartida por al menos siete de tus amigos en Facebook, o te hagan un mínimo de siete retuits en Twitter, o consigas setenta y siete me gustas en Instagram.
  4. El día 8 de noviembre me pondré en contacto contigo y una vez me envíes tu dirección, te haré llegar por correo postal un ejemplar de Recovecos. 

 

Para mencionarme en tu publicación, te recuerdo que las cuentas de mi redes sociales son:

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¡Os espero!

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CINCO CURVAS

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120. 100. 60. 30.

No arde el asfalto
en este otoño de hojas secas
que rebosan las cunetas.
No quema el alquitrán
de esta carretera,
que muda día a día
la piel de una serpiente disfrazada,
que me envenena de morfina,
paracetamol y metamizol.

Qué destino de interrogantes existe
tras la mugre del monóxido de carbono
que oculta la ciudad sin nombre.
De esa urbe apartada en tierra de nadie,
de nada,
de todo.

Punto y final. Acabaron aquí los versos. Llama a la puerta aquella prosa que se mira de frente ante cinco curvas sin descanso. Una montaña rusa te levanta el estómago, te suelta de las cuerdas de un trapecio en el vértigo de dos manecillas de un reloj que te abren como el bisturí de un carnicero; te exhala el último suspiro antes de cruzar por aquellas puertas, selladas por las huellas de unas manos que se deslizan por el cristal, sujetándose a una esperanza que se pierde en el abismo del miedo; te arrojan a un cubo de basura que será olvidado en un vertedero entre flores de plástico. Punto y final. La prosa no muere, pero calla, se calla, se calla; se calla de una vez.

El tiempo se detiene
la garganta se ahoga,
los ojos cerrados
en las huellas de una frenada
que ven pasar las horas y los días,
los días en esa eterna pregunta, de qué día es.
Se marcha en el cambio de turno
con la lluvia imperdonable de este otoño,
de un octubre sin atardecer.

30. 50. 100. 120.