NOS VAMOS A PUBLICIDAD

Llega febrero. Febrerillo el loco. Tal vez, quien lo llame por el diminutivo lo haga desde el cariño. Quizás, quien lo proclame apelando al estado de enajenación mental, lo diga desde la sorna de ponerle una camisa de fuerza al calendario, porque robarle dos días al mes es perder la cordura por un mal envite del azar.

Febrero. Te espero. La rima se cuela como intrusa en esta prosa de cuneta y vereda. Te espero porque cumplo primaveras en mitad de un invierno. No apago velas. A mi edad, arranco las hojas de este almanaque colgado en la pared, mientras recuerdo las palabras de mi madre de que vine al mundo después de que ella terminara de tender la ropa en el tendedero. De nuevo, otra rima se escabulle en esta estrofa, donde debió existir un verso dedicado a la mujer que me parió.

Febrero. Febrero de mis amores. Pero de los amores de verdad, no de esos que aparecen en el calendario con la celebración de un santo, que llaman Valentín, y que los rumores dicen haber visto caminar descalzo por el corredor de la muerte de los anuncios de perfumes, joyas y flores. Mala manera de celebrar el amor cuando se recurre a una santidad.

Febrero. Febrero de carnaval. De coplas, cuartetas, tanguillos y antifaces. Febrero en la Tacita de Plata, del Gran Teatro Falla, de pasacalles y chirigotas ilegales que buscan esquinas y casapuertas para cantar con ironía y sarcasmo. Febrero gaditano con encuestas sobre la espalda de desempleo y paro. Otro 30% que nunca baja, ni con uno ni con otro. Maldita la estampa de esta provincia. Malditos somos.

Febrero. Febrero andaluz. La bandera verde y blanca ondeará, el himno de Blas Infante sonará por España y la Humanidad. ¿Qué España y qué Humanidad?

Acaba febrero, febrerillo el loco, nos vamos treinta minutos a publicidad.

EL GATILLAZO

No estamos preparados. Siempre pensamos que llegado el momento, sabremos encontrar la respuesta. Y el momento llega. Pocas palabras y las miradas perdidas. El silencio es un bálsamo que acompaña la interrupción temporal del éxtasis. Lo siguiente, una frase hecha obtenida de algún libro de autoayuda: hoy no era el día, mañana seguro que no volverá a suceder.

Seguimos sin estar preparados. No hallamos una solución. Lo volvemos a intentar, pero nada, otra vez estamos igual. La esperanza se transforma en esa jugada de rugby que es la «patada a seguir». Esa donde un jugador lanza una patada a la pelota para evitar que el contrario lo agarre y eludir el choque entre los fornidos de este deporte que en Inglaterra dicen que es practicado por brutos que son señores. Sin embargo, esta jugada de ataque esconde otra realidad: me quito el balón de encima y que sea lo que Dios quiera.

Del 11S apenas se ha hablado hoy en los medios de comunicación. Por lo menos, de aquel acontecimiento que cambió el curso de nuestra reciente historia, ya que la atención está puesta en los fastos fúnebres de la reina del imperio británico. Pero del otro 11S, de ese donde Cataluña celebra su día, de ese sí se ha hablado porque el independentismo se ha apropiado de la Diada. De nuevo lo usan como reclamo para volver a salir a la calle y recordar que el deseo de independencia sigue vivo. Muchos dicen que están divididos e inmersos en otras batallas; que lo ocurrido en aquel otoño del 2017 se convirtió en un gatillazo y que los indultos han servido para calmar unas aguas que ahora no bajan revueltas, pero que será más por la sequía que por otra razón.

Pero gatillazo, el que algunos desean que tenga la Vicepresidenta segunda del Gobierno. La señora Díaz tiene revueltos a todos, a los de un lado y los del otro. Iglesias no habla, pero posiblemente crea que la proclamación dactilar de la vicepresidenta fue un gatillazo que ha transformado a Podemos en Pudimos.

Mañana tengo cita telefónica con mi médica.

EL COLOMBROÑO

Si me permites un consejo: aléjate de un colombroño. Si no puedes hacerlo, quédate en alerta y no te despistes, porque puedes unir tu destino a un desconocido y las consecuencias pueden ser catastróficas, o al menos, nada deseables.

Como me debo a su anonimato, llamaremos Paloma a la protagonista de esta historia. ¡Tú, sí sí, tú!, la que está leyendo este artículo. Si te llamas igual que nuestra Paloma, ya sabes que es tu tocaya. Y si no lo sabías, también es tu colombroño.

El día que Paloma entró en el despacho, lo hizo llorando. Las lágrimas no son extrañas entre las paredes de nuestras oficinas, porque cada persona viene con su propia historia, donde se acumulan horas de insomnio y horas donde el reloj nunca avanza. Paloma tomó asiento, aunque bien parecía suspendida en la silla porque su cuerpo apenas había terminado de acomodarse. Su mirada se perdió en el bolso que había depositado en el suelo. No me miró. «Ayúdeme» fue la única palabra que pudo pronunciar antes de que se le rompiera la voz y comenzara de nuevo a llorar.

Una hora después, Paloma se marchó. No fue posible calmarla, o al menos no en lo que uno hubiese deseado. Pero su historia no sólo quedó en las notas de un cuaderno, su historia se coló entre otras historias para comenzar una aventura que tenía como objetivo recomponer el nombre de Paloma, su pasado que no era suyo y un futuro donde olvidar lo que aquella mujer estaba viviendo.

Dicen que en algún lugar de este mundo tenemos un “doble”. Aunque no todo lo que se dice o rumorea es cierto, tampoco seré yo quien ponga en duda dicha afirmación. Pero con Paloma, su “doble” no era de parecido físico, sino de semejanza nominal. Paloma tuvo un colombroño que hizo de su vida un calvario. Un buen día su nombre y sus apellidos aparecieron en el juzgado. Fue en ese momento donde comenzó una cadena de errores. Alguien escribió en una diligencia que estaba casada en segundas nupcias, sin conocer que ella había conocido a su único marido cuando sólo contaba con catorce años; que había residido en la ciudad de los Omeyas, ignorando aquellas diligencias que su único viaje fue el de bodas a la capital Hispalense; que trabajaba en un bar de copas, desconociendo aquellos autos que trabajaba limpiando en tres casas como empleada de hogar sin cotizar.

Hace unos días, Paloma ha vuelto al despacho. Es otra mujer. O la misma, pero con una sonrisa en sus labios. El Ministerio de Justicia acaba de reconocerle una indemnización por los errores judiciales que se sucedieron. «Por una vez, me hubiese gustado ser un número, el del DNI que nunca se detuvieron en mirar», pronunció Paloma con la voz temblorosa porque sabía que el colombroño por fin se había aclarado.